La
España vacía, el carlismo y sus confusiones
En abril de 2016 vio la
luz la primera edición de La España vacía,
del periodista Sergio del Molino, que este 2018 ha conocido su undécima edición
llegando a más de 50.000 lectores, cifra nada desdeñable en el actual panorama
cultural.
Con narrativa ágil y
buen dominio de la geografía y la historia el autor va enhebrando artículos con
pretensión ensayística, la cual se ve truncada en ocasiones por un exceso de
carga autobiográfica, anecdótica y retórica. Sin embargo ha sabido poner la
atención sobre un tema capital: la actual desolación de amplias zonas rurales
de España, su muerte social y demográfica. Su gran éxito comercial es sin duda
fruto de un hecho que el autor ha sabido sagazmente identificar y que repite a
lo largo del libro: “la España vacía vive en la España llena”. Es decir, muchos
españoles han visto en sus artículos un eco de sus orígenes o remotos recuerdos
de una geografía sentimental que dejaron atrás. Muchas ideas sobre este
abandono están bien apuntadas, como en lo tocante al nefasto impacto de la
desamortización, aunque en otros casos se abusa de demasiados lugares comunes,
sin redondear las tesis. Se propone un precario equilibrio dialéctico sobre la
tradición de aquellos lugares, concediendo por igual sabiduría como ignorancia,
felicidad como tragedia a la vida rural.
La aceleración del abandono y destrucción del campo español tiene uno de sus orígenes en la política de los gobiernos liberales del siglo XIX, cuando se implantó el centralismo burocrático de la burguesía plutocrática; la política de comunicaciones con las vías radiales, las desamortizaciones de los bienes comunales (el procomún), y el sistema tributario, con una mentalidad poco encubierta de aislar y asfixiar las comunidades rurales que entendían en su prejuicio ideológico eran custodio de atavismos seculares que se oponían al nuevo mito moderno del progreso. Proceso de masificación, proletarización, individualización y ruptura de los lazos naturales, vínculos, arraigos a la tierra, a la propiedad real, a las tradiciones y al sentido comunitario y popular.
Nos interesa
particularmente lo escrito en el capítulo VII, Manos blancas no ofenden. En el mismo se esbozo un acercamiento
tipológico y costumbrista a Navarra, lo que le sirve para glosar una visión del Carlismo
contextualizado en la temática general del libro.
El
carlismo fue montaraz en un sentido no figurado. Fue la argamasa y el podio que
dio autoestima a una España que se sentía morir por unas ciudades babilónicas y
bárbaras, fue la venganza de una España que empezaba a vaciarse contra una
España que empezaba a llenarse, y me parece significativo que una de las
personas que pusieron a calentar el horno carlista fuera un fugitivo del arado,
alguien resentido y que probablemente deseaba la muerte de aquellos
presuntuosos burgueses y condes que se burlaban de su acento y sus manos
ásperas.
El desarrollo de esta
tesis incurre no obstante en un cierto determinismo de sentido contrario al que
el mismo autor advierte al referirse a las presuntas leyes de la Historia que
enunciara Hegel. Dándole la vuelta al argumento hegeliano de que las fuerzas de la historia son tan poderosas
que se manifiestan al margen de las personas que accidentalmente las sufren y
viven el autor pretende que esos mismos hechos históricos no hubiesen sido
posible sin el concurso del mundo rural. Lo que sin dejar de ser cierto es un
enfoque parcial y reduccionista. Fueron las clases campesinas las más
damnificadas por los golpes de Estado del liberalismo, sin duda. Pero
seguramente en el momento germinal del movimiento carlista, que es donde sitúa
la narración aludida, no fueron las más determinantes a la hora de los
alzamientos carlistas, pues hasta años después los liberales no tuvieron la
fuerza suficiente para imponer sus cambios revolucionarios: el pago de tributos
en moneda en lugar de en especie y sobre todo la criminal desamortización.
Hechos que los analistas más doctos podían intuir, pero que no servían para
justificar un movimiento armado determinado en una exclusiva clase social o
territorio. Una visión parcial que alimenta cierto mito romántico y que en
virtud de su falta de consistencia puede determinar una lectura muy superficial
del carlismo que llegue hasta alimentar la fantasía del carlismo como
antecedente del nacionalismo, tesis a la que el propio autor del libro se
apunta en alguna entrevista.
El carlismo es el
movimiento interclasista por excelencia, seguramente de toda la historia
política reciente. Fruto de la concepción armónica (que no ideal ni perfecta) y
orgánica de las jerarquías tradicionales en el Antiguo Régimen. Pese a sus
disfuncionalidades mostró ser un modelo mucho más integrado que el del
liberalismo. Por eso no se puede realizar una lectura simple y lineal del
carlismo como “ricos contra pobres” o “campo contra ciudad”. Particularmente en
los albores de la Primera Guerra Carlista. Desde el funcionario de Correos que
da el primer grito de “¡Viva Carlos V!” hasta el sostenimiento de la Causa por
importantes militares de carrera, ejemplo paradigmático el General
Zumalacárregui, el carlismo se extiende tanto entre gentes instruidas como a
trabajadores manuales y pequeños artesanos, en el proceso álgido de la industrialización, el carlismo era multitudinario entre núcleos obreros como entre la propia patronal, todos hacían armas en defensa de una concepción
trascendental y sacral de la comunidad política, en una realidad vivida que
constituía una auténtica civilización frente a las pretensiones
revolucionarias, que no dejaban de sentirse también en la España rural. Y si
esas pretensiones eran minoritarias en el campo igualmente lo eran en la
ciudad. En última instancia el enfrentamiento a un ejército regular de forzados
con el concurso de otros cuatro ejércitos extranjeros y quizás el exceso de piedad
de Don Carlos al no querer entrar a sangre y fuego en Madrid es lo que explica
el triunfo de las armas liberales, más que los determinismos de orden rural o
territorial.
Pese a ello no deja de
ser sugestivo una aproximación al carlismo desde el enfoque campesino, siempre
que se haga de forma ponderada y sin perder la magnitud del todo. En este
sentido el propio autor reconoce que el carlismo no era ni mucho menos un mundo iletrado e incluso, para desmentir la
visión excesivamente rural del mismo alude al Marqués de Cerralbo, uno de los aristócratas más finos de Madrid,
De este escollo pasamos a una aproximación al carlismo en su vertiente
romántica, con el ejemplo de Ciro Bayo, a cuyo espíritu aventurero achaca su
alistamiento con los carlistas porque eran valientes,
insobornables, nobles y viriles. Dicha arquetipificación la combina con el
elemento de melancolía colectiva y con
una cierta moral de derrota que hace
que el carlismo pase a la posteridad con un halo de purismo ante la
degeneración del mundo moderno, y particularmente de la ciudad. Ese diagnóstico
incluso ha generado un cierto conformismo autorreferencial en ocasiones en el
interior del propio carlismo, pero representa una nueva confusión reduccionista
de un fenómeno de perfiles mucho más extensos.
En definitiva el
aludido contexto de la obra no puede evitar demasiadas simplificaciones, con lo
que el carlismo casi quedaría reducido a un mero recurso retórico, pese a la,
en general, aceptable documentación que el autor maneja en torno a fechas,
personajes y espacios. Quizás eso sea lo más destacable, que no se cometan
errores de bulto en una obra generalista cuando se habla de carlismo, por más
que las conclusiones y aproximaciones del autor resulten parciales.