La Asociación Católica de Propagandistas (en adelante ACdP), que en otro tiempo se adornó del calificativo de «nacional», ha organizado en el Seminario diocesano del Monte Corbán, en Santander, un curso de verano bajo el título «Intelectuales en la historia de la ACdP». El título, para empezar, resulta más bien desacertado (por lo de «intelectuales») y equívoco. ¿Son los intelectuales que han pesado en el origen y desenvolvimiento de esa Asociación? ¿Son los que ésta toma como punto de referencia doctrinal y práctico? Como —que sepamos— no se ha explicado, la intención sólo puede ser indagada a partir de hechos exteriores y a través de un proceso lógico de inducción.
Veamos, en primer término, si el programa puede servirnos de algo en el discernimiento. Se dedicaron dos mesas a los «Referentes culturales de la tradición católica española y de la ACdP». Que no es de mucha ayuda, más allá de la cursilería de los «referentes», pues se yuxtaponen la tradición católica española y la ACdP. ¿Es que se quiere sugerir que son lo mismo? ¿O que, por lo menos, son los mismos? Sigamos, a continuación, con esos «intelectuales» que son los «referentes» de la tradición católica española y de la ACdP.
En la primera mesa encontramos a Balmes, Donoso y Vázquez de Mella. Vaya. Parece —extrememos las cautelas— que (los intelectuales) son los mismos y que (la tradición católica española y la ACdP) son lo mismo. Nada tenemos que decir de los gustos y aficiones de los fundadores y sucesores de la Asociación. Otra cosa son las conexiones objetivas de su pensamiento. Balmes, sin duda, debió serles el más cercano. Con Menéndez Pelayo, por cierto significativamente ausente de las mesas de los «referentes», aunque se le asigne en el curso una sesión especial, cuando (para la ACdP) lo fue en mayor medida que los citados. La cercanía de ambos viene precisamente, en cambio, de la actitud «moderada» que alcanzaron en su madurez, esto es, de su alejamiento práctico (y quizá no sólo práctico) de la tradición política española, que es el tradicionalismo político y, singularmente, el Carlismo. Eso es lo que explica, por ejemplo, las graves reservas que Francisco Canals y Francisco Elías de Tejada —ambos maestros de la tradición política española en días no alejados de los nuestros— les levantaron. Donoso y Mella, por el contrario, no pueden ser más distantes a los prohombres de la Asociación. Ambos participan de una teología de la política (excúsesenos de no usar el término «teología política» por sus ambigüedades) que es el orden político católico, frente al modernismo social de la indiferencia religiosa de las formas de gobierno. De nuevo Francisco Canals, ahora también con Rafael Gambra, y seguimos con maestros de la tradición política católica, lo han observado por activa y pasiva, desligándose de todo posibilismo malminorista y de todo colaboracionismo propagandista Recuérdese, a este respecto, que «propagar e influir» es el lema de la ACdP, pues la bondad o malicia de un régimen depende sólo de la actuación moral de sus representantes, por lo que la misión de los católicos no será otra que la de colaborar honradamente con ellos.
La segunda mesa se las ve con Ramiro de Maeztu y Acción Española, con Eugenio d’Ors y con Chesterton y Belloc. La perplejidad crece… Parece que nos hallamos frente a pura confusión o mistificación. La mención de d’Ors roza la extravagancia. Acción Española, junto con el Carlismo, representa durante la II República el signo opuesto al de la ACdP: es bien sabido en lo que a Eugenio Vegas o Víctor Pradera (pese a un librito sin fundamento de cercana data) toca; pero no lo es menos respecto de Maeztu. La inclusión en el elenco de Chesterton y Belloc, finalmente, autores a no dudarlo bien interesantes, y cuya convergencia en algunos puntos con la tradición política española cabe sostener, pese a la diversidad de contexto que dificulta cualquier parangón, sólo puede entenderse como una trasposición ante litteram de la operación hoy en marcha por algunos de los tentáculos culturales de la Asociación y a la que se ha referido Miguel Ayuso en su denuncia de «un chestertonismo muy poco chestertoniano».
En resumen, el curso de verano que origina este apunte exhibe dos errores entrecruzados. En primer lugar, se juega con la ambigüedad de la relación de la ACdP con la tradición política española, que en verdad es de oposición aunque se presente como de cercanía o se sugiera incluso de identidad. Los maestros de aquélla no están en ésta. Que los busquen donde pueden hallarlos, esto es, en los predios del liberalismo católico y la democracia cristiana. También Ayuso ha escrito en su libro sobre La constitución cristiana de los Estados (Scire, Barcelona, 2008) que «los principales influjos doctrinales y prácticos que han marcado la vida del tradicionalismo en la segunda mitad del novecientos, como Eugenio Vegas y su estela de la revista madrileña Verbo, o Francisco Canals con la barcelonesa Cristiandad, o la Comunión Tradicionalista con pensadores como Rafael Gambra o Elías de Tejada, coincidieron siempre no sólo en la defensa de la unidad católica de España sino también en el rechazo de la postura liberal-católica y demócrata-cristiana, ejemplificada en su día en la figura de Ángel Herrera y su asociación de propagandistas, pero andando el tiempo no menos en los “institutos seculares” (cualquiera que sea la forma jurídica en que han fraguado) o en los “movimientos” que han vivido su momento de éxito tras la demolición de las estructuras eclesiásticas de resultas del II Concilio Vaticano». «El correr del tiempo —continúa— ha agravado, es cierto, la situación de lo que queda de la civilización cristiana, de modo que muchos pueden verse por lo mismo tentados de acudir a taponar las brechas que parecieran más urgentes en compañías que se dirían las más aptas para la misión. Sin reparar que esas brechas se han producido precisamente en buena medida por no haber atajado, antes al contrario, por haber secundado, las doctrinas y las políticas opuestas a la Tradición española. Y que ésta no se concibe sin la unidad católica. Álvaro d’Ors lo dijo: “Nuestro pensamiento tradicionalista, si abandonara su propios principios y abundara en esa interpretación absolutista de la libertad religiosa, incurriría en la más grave contradicción, pues la primera exigencia de su ideario —Dios, Patria, Rey— es precisamente el de la unidad católica de España, de la que depende todo lo demás”». En segundo término, y aquí radica la clave, con un proceder como el que está detrás del curso de verano de marras se fagocitan toda suerte de escuelas de pensamiento y de obras venerables que pasan a ser dependientes de la ubre inagotable. La ACdP, que ha pasado por variadas vicisitudes, y que últimamente ha sido colonizada por diversos grupos a quienes interesa dejar en penumbra las fuentes doctrinales y espirituales (por rechazables que sean para quien esto escribe) que pudieron obrar en su origen y evolución, a fin de sustituirlas por las de su preferencia, se han lanzado coherentemente a copar el primer plano de acción cultural y política de los católicos. Son muy libres. Como nosotros de recordar lo penosa que resulta la legión de comparsas (algunos provenientes, o así, del campo de la tradición política católica) que les acompañan.
M. Anaut
Veamos, en primer término, si el programa puede servirnos de algo en el discernimiento. Se dedicaron dos mesas a los «Referentes culturales de la tradición católica española y de la ACdP». Que no es de mucha ayuda, más allá de la cursilería de los «referentes», pues se yuxtaponen la tradición católica española y la ACdP. ¿Es que se quiere sugerir que son lo mismo? ¿O que, por lo menos, son los mismos? Sigamos, a continuación, con esos «intelectuales» que son los «referentes» de la tradición católica española y de la ACdP.
En la primera mesa encontramos a Balmes, Donoso y Vázquez de Mella. Vaya. Parece —extrememos las cautelas— que (los intelectuales) son los mismos y que (la tradición católica española y la ACdP) son lo mismo. Nada tenemos que decir de los gustos y aficiones de los fundadores y sucesores de la Asociación. Otra cosa son las conexiones objetivas de su pensamiento. Balmes, sin duda, debió serles el más cercano. Con Menéndez Pelayo, por cierto significativamente ausente de las mesas de los «referentes», aunque se le asigne en el curso una sesión especial, cuando (para la ACdP) lo fue en mayor medida que los citados. La cercanía de ambos viene precisamente, en cambio, de la actitud «moderada» que alcanzaron en su madurez, esto es, de su alejamiento práctico (y quizá no sólo práctico) de la tradición política española, que es el tradicionalismo político y, singularmente, el Carlismo. Eso es lo que explica, por ejemplo, las graves reservas que Francisco Canals y Francisco Elías de Tejada —ambos maestros de la tradición política española en días no alejados de los nuestros— les levantaron. Donoso y Mella, por el contrario, no pueden ser más distantes a los prohombres de la Asociación. Ambos participan de una teología de la política (excúsesenos de no usar el término «teología política» por sus ambigüedades) que es el orden político católico, frente al modernismo social de la indiferencia religiosa de las formas de gobierno. De nuevo Francisco Canals, ahora también con Rafael Gambra, y seguimos con maestros de la tradición política católica, lo han observado por activa y pasiva, desligándose de todo posibilismo malminorista y de todo colaboracionismo propagandista Recuérdese, a este respecto, que «propagar e influir» es el lema de la ACdP, pues la bondad o malicia de un régimen depende sólo de la actuación moral de sus representantes, por lo que la misión de los católicos no será otra que la de colaborar honradamente con ellos.
La segunda mesa se las ve con Ramiro de Maeztu y Acción Española, con Eugenio d’Ors y con Chesterton y Belloc. La perplejidad crece… Parece que nos hallamos frente a pura confusión o mistificación. La mención de d’Ors roza la extravagancia. Acción Española, junto con el Carlismo, representa durante la II República el signo opuesto al de la ACdP: es bien sabido en lo que a Eugenio Vegas o Víctor Pradera (pese a un librito sin fundamento de cercana data) toca; pero no lo es menos respecto de Maeztu. La inclusión en el elenco de Chesterton y Belloc, finalmente, autores a no dudarlo bien interesantes, y cuya convergencia en algunos puntos con la tradición política española cabe sostener, pese a la diversidad de contexto que dificulta cualquier parangón, sólo puede entenderse como una trasposición ante litteram de la operación hoy en marcha por algunos de los tentáculos culturales de la Asociación y a la que se ha referido Miguel Ayuso en su denuncia de «un chestertonismo muy poco chestertoniano».
En resumen, el curso de verano que origina este apunte exhibe dos errores entrecruzados. En primer lugar, se juega con la ambigüedad de la relación de la ACdP con la tradición política española, que en verdad es de oposición aunque se presente como de cercanía o se sugiera incluso de identidad. Los maestros de aquélla no están en ésta. Que los busquen donde pueden hallarlos, esto es, en los predios del liberalismo católico y la democracia cristiana. También Ayuso ha escrito en su libro sobre La constitución cristiana de los Estados (Scire, Barcelona, 2008) que «los principales influjos doctrinales y prácticos que han marcado la vida del tradicionalismo en la segunda mitad del novecientos, como Eugenio Vegas y su estela de la revista madrileña Verbo, o Francisco Canals con la barcelonesa Cristiandad, o la Comunión Tradicionalista con pensadores como Rafael Gambra o Elías de Tejada, coincidieron siempre no sólo en la defensa de la unidad católica de España sino también en el rechazo de la postura liberal-católica y demócrata-cristiana, ejemplificada en su día en la figura de Ángel Herrera y su asociación de propagandistas, pero andando el tiempo no menos en los “institutos seculares” (cualquiera que sea la forma jurídica en que han fraguado) o en los “movimientos” que han vivido su momento de éxito tras la demolición de las estructuras eclesiásticas de resultas del II Concilio Vaticano». «El correr del tiempo —continúa— ha agravado, es cierto, la situación de lo que queda de la civilización cristiana, de modo que muchos pueden verse por lo mismo tentados de acudir a taponar las brechas que parecieran más urgentes en compañías que se dirían las más aptas para la misión. Sin reparar que esas brechas se han producido precisamente en buena medida por no haber atajado, antes al contrario, por haber secundado, las doctrinas y las políticas opuestas a la Tradición española. Y que ésta no se concibe sin la unidad católica. Álvaro d’Ors lo dijo: “Nuestro pensamiento tradicionalista, si abandonara su propios principios y abundara en esa interpretación absolutista de la libertad religiosa, incurriría en la más grave contradicción, pues la primera exigencia de su ideario —Dios, Patria, Rey— es precisamente el de la unidad católica de España, de la que depende todo lo demás”». En segundo término, y aquí radica la clave, con un proceder como el que está detrás del curso de verano de marras se fagocitan toda suerte de escuelas de pensamiento y de obras venerables que pasan a ser dependientes de la ubre inagotable. La ACdP, que ha pasado por variadas vicisitudes, y que últimamente ha sido colonizada por diversos grupos a quienes interesa dejar en penumbra las fuentes doctrinales y espirituales (por rechazables que sean para quien esto escribe) que pudieron obrar en su origen y evolución, a fin de sustituirlas por las de su preferencia, se han lanzado coherentemente a copar el primer plano de acción cultural y política de los católicos. Son muy libres. Como nosotros de recordar lo penosa que resulta la legión de comparsas (algunos provenientes, o así, del campo de la tradición política católica) que les acompañan.
M. Anaut