Editoriales

miércoles, 25 de julio de 2012

Juan Vázquez de Mella : El Verbo de la tradición

Tradición
Jurídicamente la tradición es el vínculo establecido por el derecho a la inmortalidad de los antepasados y el deber de respetarla de los descendientes, que a su vez tienen el derecho al respeto de sus sucesores. Pero esta relación jurídica se funda, como todas, sobre la ley moral; y por eso toda tradición no subordinada a ella no puede ser respetada, porque las relaciones con Dios y la naturaleza humana que ordenan son las más antiguas y respetables de todas las tradiciones.

La tradición ridiculamente desdeñada por los que ni siquiera han penetrado su concepto, no sólo es elemento necesario del progreso, sino una ley social importantísima, la que expresa la continuidad histórica de un pueblo, aunque no se hayan parado a pensar sobre ello ciertos sociólogos que, por detenerse demasiado a admirar la naturaleza animal, no han tenido tiempo de estudiar la humana en que radica. La tradición es como el mayorazgo espiritual de un pueblo, y los fundadores quieren que se trasmita a las generaciones venideras. No hay derecho a malversar ese patrimonio, pero sí a acrecentarlo, sí a aumentarlo. ¿Por qué? Porque los venideros tienen derecho a esa obra, y no es lícito que entre ellos y los antepasados se interpongan algunos para privarlos de la herencia y abrir en la Historia una sima para el progreso, que no puede muchas veces salvarla.

Nación
Una nación es una unidad histórica que sólo puede ser destruída o cambiada por otra unidad histórica opuesta, y ésta supone, además de las opiniones y actos libres, factores naturales  que no se pueden  fabricar con pactos, ni convenciones.

Región
La región es una sociedad pública o una nación incipiente que, sorprendida en un momento de su desarrollo por una necesidad poderosa que ella no puede satisfacer, se asocia con otra u otras naciones completas o incipientes como ella y les comunica algo de su vida y se hace participe de la suya, pero sin confundirlas, antes bien, marcando las lineas de su personalidad y manteniendo íntegros, dentro de su unidad, todos los atributos que la constituyen.

Irreligión
En el fondo de toda civilización moderna late la barbarie, porque es barbarie todo lo que sea sublevación contra los principios morales y religiosos.

Liberalismo
El liberalismo no es más que una anarquía moderada, que se detiene, por medio de la inconsecuencia, en la mitad del camino.
El vulgo no lo entiende así, pero las cosas no dependen del entendimiento del vulgo; él es el que depende, como todas las inteligencias, plebeyas o distinguidas, de la realidad.

Escepticismo
El escepticismo es una interrogación que pone una pregunta sobre todas las cosas y la respuesta sobre ninguna.

Absolutismo (totalitarismo)
El absolutismo consiste en la ilimitación jurídica del Poder, y consiste en la invasión de la soberanía superior política en la soberanía social; y aun se puede dar en los órganos de ésta si penetran los principales en los subalternos.

Tiranía
Es una planta que sólo arraiga en el estiercol de la corrupción. Es una ley histórica que no ha tropezado  con una excepción. En un pueblo moral, la atmósfera de virtud seca esa planta al brotar. Ningún pueblo moral ha tenido tiranos y ninguno corrompido ha dejado de tenerlos.

Decálogo
El Decálogo es el código de la libertad. No se le puede derogar, ni siquiera en parte, ni en un solo individuo, sin que surja un tirano, armado con una pasión o alimentado con un vicio.

Juan Vázquez de Mella. Tomado de  Vázquez de Mella y la educación nacional

martes, 24 de julio de 2012

La antropofagia moderna: Vivir para trabajar, en el Estado Servil

"La antropofagia aparece a las mentes superficiales como un carácter peculiar de algunas hordas tan lejanas como salvajes, y que decrece cada día más. ¡Qué ceguera! La antropofagia no decrece ni desaparece sino que se trasforma. Ya no comemos carne humana, comemos trabajo humano"

(Charles Maurras. Mes Idées Politiques)

jueves, 12 de julio de 2012

Ante la crisis del capitalismo liberal: Rey legítimo y sentido común

“Hay en la actualidad, mi querido Alfonso, en nuestra España una cuestión temerosísima: la cuestión de Hacienda. Espanta considerar el déficit de la española; no bastan a cubrirlo las fuerzas productoras del país; la bancarrota es inminente… Yo no sé, hermano mío, si puede salvarse España de esa catástrofe; pero, si es posible, sólo su Rey legítimo la puede salvar. Una inquebrantable voluntad obra maravillas. Si el país está pobre, vivan pobremente hasta los ministros, hasta el mismo Rey, que debe acordarse de don Enrique el Doliente. 

Si el Rey es el primero en dar el gran ejemplo, todo será llano; suprimir Ministerios, y reducir Provincias, y disminuir empleos, y moralizar la Administración, al propio tiempo que se fomente la agricultura, proteja la industria y aliente al comercio. Salvar la Hacienda y el crédito de España es empresa titánica, a que todos deben contribuir, Gobiernos y Pueblos.

Menester es que, mientras se hagan milagros de economía, seamos todos muy españoles, estimando en mucho las cosas del país, apeteciendo sólo las útiles del extranjero… En una Nación hoy poderosísima, languideció en tiempos pasados la industria, su principal fuente de riqueza, y estaba la Hacienda mal parada y el Reino pobre. Del Alcázar Real salió y derramóse por los pueblos una moda: la de vestir sólo las telas del país. Con esto la industria, reanimada, dio origen dichoso a la salvación de la Hacienda y a la prosperidad del Reino”.

Carta que en 1869 S.M. Carlos VII de España envió a su hermano Alfonso futuro S.M. Alfonso Carlos I

miércoles, 11 de julio de 2012

El municipalismo foral esencia de los pueblos libres

Por tanto es en el municipio donde reside la fuerza de los pueblos libres. Las instituciones municipales son a la libertad lo que las escuelas primarias a las ciencias; ellas son las que la ponen al alcance del pueblo; le hacen gustar de su uso pacifico y lo habitúan a servirse de ella. Sin instituciones municipales, una nación puede darse un gobierno libre, pero carecerá del espíritu de la libertad.

Pasiones fugaces, intereses del momento o del azar de las circunstancias pueden darle formas aparentes de independencia; pero el despotismo, arrinconado en el fondo del cuerpo social, tarde o temprano reaparece en la superficie (…) Ahora bien, despojad al municipio de fuerza e independencia, y no encontraréis en él más que administrados, pero no ciudadanos”.

Alexis de Tocqueville

jueves, 5 de julio de 2012

Separación y armonía entre la soberanía social y la política

Toda persona tiene como atributo jurídico lo que se llama autarquía; es decir, tiene el derecho de realizar su fin, y para realizarlo tiene que emplear su actividad, y por lo tanto, tiene derecho a que otra persona no se interponga con su acción entre el sujeto de ese derecho y el fin que ha de alcanzar y realizar. Eso sucede en toda persona. Y como para cumplir ese fin, que se va extendiendo y dilatando,  no basta la órbita de la familia, porque es demasiado restringida, y el deber de perfección que el hombre tiene le induce a extender en nuevas sociedades lo que no cabe en la familia, y por sus necesidades individuales y familiares y para satisfacerlas, viene una más amplia esfera y surge el Municipio como Senado de las familias. Y como en los Municipios existe esa misma necesidad de perfección y protección y es demasiado restringida su órbita para que toda la grandeza y perfección humana estén contenidas en ella surge una esfera más grande, se va dilatando por las comarcas y las clases hasta constituir la región. De este modo, desde la familia, cimiento y base de la sociedad, nace una serie ascendente de personas colectivas que constituye lo que yo he llamado la soberanía social, a la que varias veces me he referido y cuya relación fundamental voy a señalar esta tarde.

Así, desde el cimiento de la familia, fundada en ella como en un pilar, nace una doble jerarquía de sociedades complementarias, como el Municipio, como la comarca, como la región; de sociedades derivativas, como la escuela, como la Universidad, como la Corporación. Estas dos escalas ascendentes, esta jerarquía de poderes surge de la familia y termina en las regiones, que tienen cierta igualdad entre sí, aunque interiormente se diferencian por sus atributos y propiedades. Los intereses y las necesidades comunes a esta variedad, en que termina la jerarquía, exigen dos cosas: las CLASES que la atraviesan paralelamente distribuyendo las funciones sociales y una necesidad de orden y una necesidad de dirección. Puesto que ni las regiones ni las clases no pueden dirimir sus contiendas y sus conflictos, necesitan un Poder neutral  que los pueda dirimir y que pueda llenar ese vacío que ellas por sí mismas no pueden llenar. Y como tienen entre sí vínculos y necesidades comunes que expresan las clases, necesitan un alto Poder directivo y por eso existe el Estado, o sea la soberanía política propiamente dicha, como un Poder, como una unidad que corona a esa variedad, y que va a satisfacer dos momentos del orden: el de proteger, el de amparar, que es lo que pudiéramos llamar el momento estático, y el de la dirección, que pudiéramos llamar el momento dinámico.

Las dos exigencias de la soberanía social, son las que hacen que exista, y no tiene otra razón de ser la soberanía política y esas exigencias producen estos dos deberes correspondientes para satisfacerlas, los únicos deberes del Estado: el de protección y el de cooperación. De la ecuación, de la conformidad entre esa soberanía social y esa soberanía política, nace entonces el orden, el progreso, que no es más que el orden marchando, y su ruptura es el desorden y el retroceso. Entre esas dos soberanías había que colocar la cuestión de los límites del Poder, y no entre las partes de uno, como lo hizo el constitucionalismo.

Y cosa notable, señores; durante todo el siglo XIX una antinomia irreductible ha pasado por todos los entendimientos liberales, sin que apenas se advirtiese la contradicción entre el derecho político y la economía individualista. La economía individualista era optimista; suponía que la libertad se bastaba a sí misma; que dejados libremente todos los intereses, iban a volar por el horizonte como las palomas y se iban a confundir en un arrullo de amor; pero el derecho político informado por Montesquieu, era pesimista, suponía que el Poder propende siempre al abuso y que había que contrarrestarle con otro Poder, y como no alcanzó la profunda y necesaria distinción entre la soberanía social y la política, unificó la soberanía; creyó que no había más que una sola, la política, y le dio un solo sujeto, aunque por delegación y representación parezca que existen varios, y vino a dividirla en fragmentos para oponerlos unos a otros, y buscó así dentro el límite que debiera buscar fuera.

Tenía razón al decir que el Poder tiende al abuso, y que es necesario, por lo tanto, que otro Poder le contrarreste; pero para eso no era necesario dividir la soberanía política en fragmentos y oponerlos unos a otros; para eso era necesario, y esa es su primera función: reconocer la soberanía social, que es la que debe limitar la soberanía política.

La soberanía social es la que debe servir de contrarresto; y cuando esa armonía se rompe entre las dos, cuando no cumple sus deberes la soberanía política e invade la soberanía social y cuando la soberanía social invade la política, entonces nacen las enfermedades y las grandes perturbaciones del Estado.

En un momento de verdadero equilibrio, cumplen todos sus deberes, y a las exigencias de la soberanía social corresponden los deberes de la soberanía política; pero cuando la soberanía política invade la soberanía social, entonces nace el absolutismo, y desde la arbitrariedad y el despotismo, el poder se desborda hasta la más terrible tiranía.

[Discurso de Vázquez de Mella en la sesión del parlamento, 18 de junio de 1907]

domingo, 1 de julio de 2012

Nostalgia de Vázquez de Mella, frente al conservadurismo pseudocatólico

La doctrina política de Vázquez de Mella resulta así la única-óigase bien: la única- que podrá conducirnos a un auténtico y definitivo orden social, porque es también la única que brota de la gran raíz de la teología tomista al calor del clima cristiano. De aquí arranca su actualidad inapreciable en medio de la pavorosa desorientación que está sufriendo el mundo contemporáneo. De aquí arranca también la necesidad apremiante que nos urge a todos los católicos de darla a conocer y de difundirla por todos los medios que se ofrezcan a nuestro alcance, porque siempre será la verdad el aforismo clásico de que ignota nulla cupido.

Existe además otra razón poderosa, aun cuando sólo sea de índole circunstancial más bien que absoluta, que nos ha movido a elegir el pensamiento político de Vázquez de Mella como tema central y motivación de este trabajo: la ignorancia  crasa y supina verdaderamente épica que reina entre la mayoría de los católicos y de los que se autotitulan hombres de orden acerca del concepto mismo de la política así como acerca de su objetivo primordial que es el bien común de la colectividad. Porque los absurdos que estamos oyendo brotar a cada paso de labios de los ya mencionados hombres de orden resultan realmente increíbles. Las nociones fundamentales de bien común, de orden, de libertad, de justicia social y otras similares andan  entre ellos completamente deformadas por el cristal de un egoísmo subconsciente  a cuyo trasluz  las consideran. De esta suerte identifican sin rubor el bien común con la propia prosperidad financiera de una seudoaristocracia ensoberbecida y prepotente; la libertad, con el privilegio  que creen tener las clases económicamente pudientes de enriquecerse a discreción; la democracia, con el régimen  liberal y parlamentario, la justicia en fin, con cierta inconfesable sumisión frente a la aristocracia dirigente. Y todo ello sin asomo de mala fe, pero en todo caso con una ignorancia respecto a los principios de la política católica, de esas que León Bloy creía capaz de hacer vomitar a las estrellas. Lo más trágico del asunto es que la aristocracia -y hablamos, en especial de la chilena- ha cometido el tremendo error de autocreerse intelectual, de tal suerte  que se ha cerrado por completo a la aceptación de cualquier verdad que se manifieste demasiado hostil a las vaciedades con que hasta la fecha  se ha venido alimentando. De esta suerte el hecho de predicar hoy en día la verdad casi equivale a predicar en el desierto, si no en la tranquilidad que ello procura, por lo menos en lo que se refiere a los frutos conseguidos.

Por todas las reflexiones que anteceden se nos hace extremadamente urgente dar a conocer y difundir los principios políticos de Vázquez de Mella(...). Por ello podemos sostener que la doctrina de Vázquez de Mella no constituye tan sólo una política entre muchas, sino la política por antonomasia, aquella política a que deberá adherirse quienquiera desee contemplar realizados en la vida colectiva los principios fundamentales de la ética cristiana y del pensamiento de Santo Tomás.

Padre Osvaldo Lira Pérez, S.S.C.C. Prólogo, Nostalgia de Vázquez de Mella