(Adhesivo de la última campaña federalista del carlismo catalán, con el Real Monasterio de Sant Cugat de magnífico fondo)
(...) No se trata de que el Gobierno Central haga una siembra por todo el país de estructuras semejantes a la suya, sino de restaurar la Constitución federal interna del país. Puede decirse que el regionalismo es un método de reforma política visto desde el poder centralizado, al paso que el federalismo representa una posición restauradora vista desde la preexistencia y los derechos históricos de los Reinos integradores. Así como el regionalismo releva de ciertas funciones al poder del Estado para conferírselas a la región o al municipio, el federalismo, a la inversa, conserva a los Municipios y antiguos Reinos todas sus funciones y atribuciones, excepto las exclusivas del Estado –militares, diplomáticas y judiciales–, que otorga a éste. De lo cual se deduce que la única posición verdaderamente socialista, en el sentido de Mella, es la federalista, hasta poder decirse que el federalismo se identifica con el propio sociedalismo (de que habla Mella), destacando en él su aspecto dinámico-histórico.
«Nuestro regionalismo –dice Mella– afirma la personalidad propia de todas las regiones, de ningún modo un principio de unificación para moldearlas a semejanza de una sola. Yo no quiero la Constitución de Castilla para Cataluña o Navarra... Creo que cada región tiene derecho a su Constitución específica, histórica, diferenciada de las demás».
Así puede darse también entre nosotros un regionalismo que, aun no siendo mera descentralización, no sea tampoco federalista ni represente, por tanto, una posición sociedalista o institucionalista social, distinta del racionalismo político. Tal es el caso, por ejemplo, de los modernos regionalismos separatistas o semiseparatistas que representaron los Estatutos catalán y vasco, en los que no se trataba de reivindicar la Constitución histórica de esos países –cuya historia les llevó a federarse con los demás Pueblos españoles–, sino de establecer en ellos una organización estatal autónoma, pero semejante a la que se ejerce desde el poder central. La formulación más formal e inteligente de estos autonomismos –que ninguna razón histórica cuentan en su abono– viene a identificarse con lo que se ha llamado un regionalismo industrial o práctico, es decir, basado en el estado económico más avanzado de esas regiones (...)
Tanto los regionalismos de tipo industrial como este tipo de «atribuciones otorgadas» son por completo ajenos a un verdadero federalismo y, aún más, al foralismo español. Mella expresa esta idea con toda claridad. «No quiero yo establecer, como en algunas partes se intenta, un regionalismo empírico, industrial y materialista; el regionalismo, como un gran sistema, necesita tener una base histórica y sentimental...». Un mero regionalismo –añade en otro lugar– «puede ser independiente del problema de la jerarquía social que hay que oponer a la jerarquía delegada del Estado. Si se diera un descuajamiento del Estado español actual, al dividirse en tres o cuatro naciones, el primer problema se plantearía después en cada una de ellas. Imaginad una Vasconia independiente o una Cataluña separada. El problema quedaría en pie. El Estado separado con relación al que existía, ¿afirmaría y establecería una jerarquía social, el Municipio autárquico, las Comarcas libres? Podéis asegurar que una Cataluña formando Estado sólo se habría descentralizado con relación al Estado del que se había separado. Dentro del nuevo Estado surgiría una centralización nueva que aplastaría dentro de sí al principio regionalista». «Lo he dicho en el Parlamento: nunca merced o división otorgada por el Poder; sólo el reconocimiento de la Constitución interna de cada Pueblo formado en la historia. Así defiendo yo los Fueros y las libertades de todas las regiones históricas de España» (...)
[VI] Foralismo español (220)
El federalismo o regionalismo autonomista no es para nuestra Patria una posibilidad de gobierno entre otras que puedan escogerse o preferirse en orden a su utilidad, sino algo radicado en su mismo ser histórico, en su existencia presente, en su problemática futura. Este federalismo forjado en la historia, impregnado de tradición y creador de instituciones, recibió entre nosotros el nombre de foralismo o sistema foral. La variedad geográfica, social, ambiental, lingüística y aun, en parte, histórica, es un hecho insuperable entre los Pueblos y habitantes de la península española. «Ni por la naturaleza del suelo –decía Menéndez Pelayo–, ni por la raza, ni por el carácter parecíamos destinados a formar una gran nación...». Sin embargo, llegó a ser tal la unidad interna, profunda, de nuestra Patria, que no cabiendo en sus límites se extendió a todo el mundo nuevo que fue asimilado a ese espíritu común y civilizado en él. Y obsérvese bien que el régimen foral no fue, como muchos creen, un tránsito obligado y siempre declinante hacia una más efectiva unidad: si así fuese, se habría prescindido de él en la organización política de los Pueblos americanos como un mal con el que hay que transigir sólo allá donde existe; pero, antes al contrario, a América se llevó el régimen de Cabildos (Municipio español) y Congresos (Cortes) como una prolongación del peninsular (...)
El foralismo –o federalismo histórico– crea un ambiente cálido y humano de responsabilidad en los gobernantes o administradores y de cordial adhesión en los gobernados, condiciones ambas de la verdadera y única libertad política. Son instituciones libres aquellas que hacen salir a los ciudadanos de sí mismos y participar voluntariamente en los asuntos públicos; las que no les divorcian de ese interés comunitario ni les hacen caer en la apatía abstencionista propia del individuo. Según Tocqueville, sólo en las instituciones forales y municipales reside la fuerza de los pueblos libres. «Estas instituciones –dice– son a la libertad lo que las escuelas primarias a la ciencia: la ponen al alcance del pueblo, le hacen gustar su uso normal y pacífico y le habitúan a servirse de ella. Sin estas instituciones, una nación puede alcanzar un gobierno libre, pero no tiene el espíritu de la libertad. Pasiones pasajeras, intereses de un momento, el azar, pueden darle la forma exterior de la independencia, pero el despotismo, latente en el interior del cuerpo social, reaparece tarde o temprano en la superficie».
La originalidad y la autonomía de las instituciones políticas aforadas engendra un ambiente de libertad e interés –de amor a lo propio y de colaboración– que hace además posible, por mantener en sus límites naturales a la organización estatal, la difusión y vitalidad de las asociaciones puramente sociales. Ambas realidades –pequeñas democracias políticas e instituciones libres– dan a la sociedad un aspecto esencialmente distinto del que presenta en los países unificados y centralizados estatalmente. Lo que en éstos es una proliferación artificial de organismos oficiales es allá una libre creación de empresas colectivas; lo que aquí es un estéril y ruinoso tirar del presupuesto nacional, es en aquel medio la movilización de las energías del país; lo que aquí es una estructura divorciada de la realidad social es allá la sociedad misma obrando política, económica, culturalmente (...)
(Rafael Gambra Ciudad, en Tradición o mimetismo)
«Nuestro regionalismo –dice Mella– afirma la personalidad propia de todas las regiones, de ningún modo un principio de unificación para moldearlas a semejanza de una sola. Yo no quiero la Constitución de Castilla para Cataluña o Navarra... Creo que cada región tiene derecho a su Constitución específica, histórica, diferenciada de las demás».
Así puede darse también entre nosotros un regionalismo que, aun no siendo mera descentralización, no sea tampoco federalista ni represente, por tanto, una posición sociedalista o institucionalista social, distinta del racionalismo político. Tal es el caso, por ejemplo, de los modernos regionalismos separatistas o semiseparatistas que representaron los Estatutos catalán y vasco, en los que no se trataba de reivindicar la Constitución histórica de esos países –cuya historia les llevó a federarse con los demás Pueblos españoles–, sino de establecer en ellos una organización estatal autónoma, pero semejante a la que se ejerce desde el poder central. La formulación más formal e inteligente de estos autonomismos –que ninguna razón histórica cuentan en su abono– viene a identificarse con lo que se ha llamado un regionalismo industrial o práctico, es decir, basado en el estado económico más avanzado de esas regiones (...)
Tanto los regionalismos de tipo industrial como este tipo de «atribuciones otorgadas» son por completo ajenos a un verdadero federalismo y, aún más, al foralismo español. Mella expresa esta idea con toda claridad. «No quiero yo establecer, como en algunas partes se intenta, un regionalismo empírico, industrial y materialista; el regionalismo, como un gran sistema, necesita tener una base histórica y sentimental...». Un mero regionalismo –añade en otro lugar– «puede ser independiente del problema de la jerarquía social que hay que oponer a la jerarquía delegada del Estado. Si se diera un descuajamiento del Estado español actual, al dividirse en tres o cuatro naciones, el primer problema se plantearía después en cada una de ellas. Imaginad una Vasconia independiente o una Cataluña separada. El problema quedaría en pie. El Estado separado con relación al que existía, ¿afirmaría y establecería una jerarquía social, el Municipio autárquico, las Comarcas libres? Podéis asegurar que una Cataluña formando Estado sólo se habría descentralizado con relación al Estado del que se había separado. Dentro del nuevo Estado surgiría una centralización nueva que aplastaría dentro de sí al principio regionalista». «Lo he dicho en el Parlamento: nunca merced o división otorgada por el Poder; sólo el reconocimiento de la Constitución interna de cada Pueblo formado en la historia. Así defiendo yo los Fueros y las libertades de todas las regiones históricas de España» (...)
[VI] Foralismo español (220)
El federalismo o regionalismo autonomista no es para nuestra Patria una posibilidad de gobierno entre otras que puedan escogerse o preferirse en orden a su utilidad, sino algo radicado en su mismo ser histórico, en su existencia presente, en su problemática futura. Este federalismo forjado en la historia, impregnado de tradición y creador de instituciones, recibió entre nosotros el nombre de foralismo o sistema foral. La variedad geográfica, social, ambiental, lingüística y aun, en parte, histórica, es un hecho insuperable entre los Pueblos y habitantes de la península española. «Ni por la naturaleza del suelo –decía Menéndez Pelayo–, ni por la raza, ni por el carácter parecíamos destinados a formar una gran nación...». Sin embargo, llegó a ser tal la unidad interna, profunda, de nuestra Patria, que no cabiendo en sus límites se extendió a todo el mundo nuevo que fue asimilado a ese espíritu común y civilizado en él. Y obsérvese bien que el régimen foral no fue, como muchos creen, un tránsito obligado y siempre declinante hacia una más efectiva unidad: si así fuese, se habría prescindido de él en la organización política de los Pueblos americanos como un mal con el que hay que transigir sólo allá donde existe; pero, antes al contrario, a América se llevó el régimen de Cabildos (Municipio español) y Congresos (Cortes) como una prolongación del peninsular (...)
El foralismo –o federalismo histórico– crea un ambiente cálido y humano de responsabilidad en los gobernantes o administradores y de cordial adhesión en los gobernados, condiciones ambas de la verdadera y única libertad política. Son instituciones libres aquellas que hacen salir a los ciudadanos de sí mismos y participar voluntariamente en los asuntos públicos; las que no les divorcian de ese interés comunitario ni les hacen caer en la apatía abstencionista propia del individuo. Según Tocqueville, sólo en las instituciones forales y municipales reside la fuerza de los pueblos libres. «Estas instituciones –dice– son a la libertad lo que las escuelas primarias a la ciencia: la ponen al alcance del pueblo, le hacen gustar su uso normal y pacífico y le habitúan a servirse de ella. Sin estas instituciones, una nación puede alcanzar un gobierno libre, pero no tiene el espíritu de la libertad. Pasiones pasajeras, intereses de un momento, el azar, pueden darle la forma exterior de la independencia, pero el despotismo, latente en el interior del cuerpo social, reaparece tarde o temprano en la superficie».
La originalidad y la autonomía de las instituciones políticas aforadas engendra un ambiente de libertad e interés –de amor a lo propio y de colaboración– que hace además posible, por mantener en sus límites naturales a la organización estatal, la difusión y vitalidad de las asociaciones puramente sociales. Ambas realidades –pequeñas democracias políticas e instituciones libres– dan a la sociedad un aspecto esencialmente distinto del que presenta en los países unificados y centralizados estatalmente. Lo que en éstos es una proliferación artificial de organismos oficiales es allá una libre creación de empresas colectivas; lo que aquí es un estéril y ruinoso tirar del presupuesto nacional, es en aquel medio la movilización de las energías del país; lo que aquí es una estructura divorciada de la realidad social es allá la sociedad misma obrando política, económica, culturalmente (...)
(Rafael Gambra Ciudad, en Tradición o mimetismo)
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