jueves, 18 de mayo de 2017

Falsificaciones del Bien Común (I): El bien común como bien privado

El bien común como bien privado

La identificación del bien común con el bien privado ha sido favorecida por la reacción contra la doctrina idealista, en particular la hegeliana, irracional por su pretensión de hacer de la verdad del sistema la verdad, y absurda por las contradicciones y aporías que se evidencian en su aplicación y, por tanto, en la praxis. La derrota de los Estados totalitarios en la segunda guerra mundial representó la fractura del sistema de Hegel y ofreció la prueba de las desastrosas e inhumanas consecuencias en las que tal doctrina debía incurrir necesariamente (como incurrió). Se difundió así muy rápidamente una teoría política de origen protestante, cuya afirmación resultó favorecida por la ilusión de que otorgaba valor al individuo, a la persona humana, tras su sacrificio en el altar de la verdad idealista más abstracta. La difusión de las viejas (aunque presentadas como nuevas) teorías políticas liberales vino favorecida también por equívocos  en el plano teórico (individuo y persona parecían a muchos términos equivalentes) y, sobre todo, por las circunstancias históricas de finales del segundo conflicto mundial: los vencedores de los regímenes definidos autoritarios resultaron ser los Estados liberales y también los comunistas, pero el liberalismo -aunque fuese la matriz del comunismo, sobre todo del marxiano- difícilmente podía convivir con el marxismo. Con el marxismo tampoco podía convivir el cristianismo, fuese en su versión católica o incluso en la protestante. El comunismo, por esto, se convirtió (y se tomó por tal) en el enemigo común. Todos se unieron en la batalla anticomunista a nombre de la libertad, que no puede ser considerada el bien común ni siquiera aunque se lea como libertad responsable: aquella, en efecto, también en este caso resulta una condición que no puede eliminarse, pero que no puede convertirse en el bien común.
Las doctrinas políticas occidentales, sobre todo las elaboradas de encargo (como por ejemplo, la teoría política del segundo Maritain), se empeñaron en justificar la caída de las posiciones que, particularmente en Europa, habían sido hegemónicas hasta la mitad del siglo XX. Pasó a sostenerse, así, que el bien común no era el público sino el privado. Esencial era el bien del individuo ante el que el Estado y el ordenamiento jurídico debían considerarse servidores. Servidores y, por tanto, instrumentales ante cualquier opción individual, cualquier deseo de la persona, cualquier proyecto. No sólo porque según algunas doctrinas el proyecto mostrase la misma naturaleza humana (piénsese, por ejemplo, en Sartre, para el que el hacer procede al ser y, por tanto, el sujeto es su actividad y no la condición de ésta), sino también porque se entendía que toda regla heterónoma, impuesta a la voluntad del sujeto, fuese un atentado a su libertad, un atentado fascista, del que debía tan absoluta como rápidamente liberarse. El ordenamiento jurídico, para legitimarse, habría debido encontrar el consenso (entendido como mera adhesión voluntarista a cualquier proyecto) de los ciudadanos. Se convertía, por ello, en intolerante cualquier Estado que hubiese individuado la naturaleza del bien, erigiéndose en regla de su legislación y su gobierno: el bien y el mal -se decía y aun hoy se afirma de modo todavía más decidido-  pertenecen a la esfera privada; lo público no debe tener opinión alguna acerca de la vida buena, sino que al contrario debe ser absolutamente indiferente. La nueva ratio que rige y anima a los ordenamientos jurídicos occidentales contemporáneos debe buscarse, así, en esta Weltanschauung neoliberal, que se ha expandido poco a poco y que se presenta todavía como la vía que debe recorrerse para conseguirlo.
Derivó de ahí, como consecuencia del desplome de lo público, la desaparición  del bien (incluso del que sólo era su subrogado) y necesariamente la desaparición del bien común en sí. El único fin de la comunidad política que se considera legítimo es el de asegurar, garantizándolo en la perspectiva liberal y/o promoviéndolo en la perspectiva liberal-socialista, la libertad negativa que a su vez se convierte en liberación total en la perspectiva marxista y en la liberal-radical. Pero, como esto no es posible en absoluto, se asignó al poder la tarea de mediar entre instancias y pretensiones contrapuestas, tanto que ahora se afirma explícitamente que el Parlamento es el lugar de la composición de los intereses. El poder político, por ello, estaría legitimado por un contrato de mandato o bien  por un consenso mayoritario de la sociedad civil, no ciertamente por la racionalidad del mando político, entendida la racionalidad como conformidad a la esencia y al fin natural de las personas. El Estado moderno de la vieja Europa desapareció. Se afirmó el Estado como proceso teorizado por la politología norteamericana desde finales del siglo XIX, que entiende que el poder político es un mero poder, y que el conflicto es el alma de la llamada convivencia civil. Lo que implica que la realización de la voluntad, la obtención de los intereses, el agotamiento de las pasiones y los deseos tanto de los individuos como los grupos y no –por tanto- la vida según la razón, representen el objetivo que conseguir. Esto es lo que se considera el bien, que no tiene nada de común siendo de parte o solipsista, en todo caso privado en el sentido moderno del término.

¿Qué es el Bien Común?. Danilo Castellano en El bien común. Cuestiones actuales e implicaciones político-jurídicas.

1 comentario:

  1. La equiparación del bien común con el bien privado, destruye de raíz la concepción de la comunidad política. Escribe el profesor José Luis Widow en el mismo libro:

    “Para que haya comunidad política debe estar presente el bien común completo y la consiguiente asociación de los hombres, quienes mediante la justicia, actúan cuidando, como Aristóteles señala en su Política, lo que son los otros, es decir, su perfección formalmente humana. Cuando el bien humano pierde su unidad, inmediatamente se debilita la razón de la justicia, pues su objeto se atomiza en bienes inconexos. Sigue luego la atomización de la sociedad, que queda reducida a mero agregado de individuos humanos, que no tendrían en común más que el lugar que habitan, la necesidad de no sacarse los ojos entre ellos y, por supuesto la ocasión de obtener mayores beneficios mediante relaciones comerciales. La sociedad deviene un precario equilibrio de apetitos personales, en el cual, sin duda, los poderosos llevan la mejor parte. El bien del otro en cuanto otro, que es lo propio del orden político, desaparece del horizonte”.


    Al definir el bien humano como bien puramente individual no puede sino conducir a reducir el bien común al bien privado. La conclusión, en definitiva, no puede ser otra que el hombre es arrojado al puro individualismo y la sociedad a la masa y a la selvatización. El nihilismo social, producto de la negación del bien común, conduce necesariamente al más craso materialismo y los bienes económicos se convierten en el único y preferencial fin, destruyendo toda idea de perfeccionamiento humano y social. La razón misma de la Política es pervertida y se desintegra la propia naturaleza humana, reducida a la animalidad. Y ese nihilismo no puede sino a la postre derivar en totalitarismo.

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