La POLÍTICA que merezca verdaderamente el nombre, ha de fundarse en una doctrina. La auténtica llamada política no tiene que ver con la ironizada por Gustave Thibon al presentar a unos hombres que se destrozan mutuamente para decidir si la casa ha de pintarse de azul, de verde o de rojo, sin advertir que está a punto de desplomarse. No se trata de un brillante barniz o un alicatado de color. Al contrario, es un cimiento, una roca.
Pero, indispensable la doctrina, no basta. Sin el quehacer de unos servidores en que se encarne y encuentre su puesta en ejercicio, queda inoperante.
A estos hombres se dirige la llamada de este libro. Que es apremiante. Pues los acontecimientos se esfuerzan, día tras día, en confirmar con usura que no basta cuidar los pulmones cuando es la atmósfera la que está envenenada: no hay islas a las que no llegue la resaca del "mundanal ruido", ni refugios que permitan la "vida descansada". La atmósfera que circunda a nuestro mundo padece tanto de contaminación física como la moral. De manera que el signo de nuestro tiempo es la revelación de la vanidad de las resoluciones tomadas a medias, de las medidas de compromiso.
Y la pregunta, lacerante, sigue brotando de los corazones que no han terminado por perder el gusto de la sensibilidad: "¿Qué hay que decir a los hombres?".
La respuesta consoladora, en la que reside toda nuestra esperanza, es la demostración-evocada una vez más por Chesterton-de que los planes del economista distinguido son modificados a cada instante por el soldado que da su vida, por el labrador que ama a su tierra, por el fiel que observa los dictados de la religión. Gentes todas que no toman aliento de cálculos matemáticos, sino que se inspiran en una visión interior.
Si la política vuelve a alimentarse de ella, dejará de ser labor de técnicos o negocio de mercaderes. Y recuperará su modesto y eterno rostro de "oficio del alma".
Miguel Ayuso Torres. La política oficio del alma.
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