VIENTOS DE UNIDAD
De todas partes lanzan llamamientos a la unidad quienes están consternados por la situación política de nuestra patria. La decadencia moral escandaliza a unos; se angustian otros ante la previsible destrucción de la unidad de la patria y no faltan quienes se sublevan contra el despotismo estatal, dominado por un partido dispuesto a someter cualquier aspecto de nuestra existencia a su corruptora legislación. Y todos, sabedores de la inmensa cantidad de españoles que están rabiosos por la situación a que nos ha llevado esta malhadada democracia, nos desesperamos por nuestra incapacidad de influir sobre los acontecimientos y porque el futuro sólo parece brindarnos como solución que un PP, cada vez más estólido, dividido e ineficaz, substituya transitoriamente al pernicioso PSOE.
De aquí y de allá surgen propuestas de formar un bloque unitario para romper el bipartidismo, que nos quieren presentar como inevitable. Los argumentos que se esgrimen a tal efecto tienen una similitud asombrosa: cada una de las más o menos pequeñas formaciones políticas en desacuerdo con el sistema deben dejar sus peculiaridades -tildadas de “egoístas”- para defender una causa común, que cada uno de los convocantes concibe a su manera. Claman los de la España una, grande y libre por la unidad en la defensa del estado fuerte contra las autonomías; melosamente sugieren eclesiásticos que se unan los católicos contra la decadencia moral a favor de la ética y la religiosidad acorde con la dignidad de la persona; y la mente de muchos se subleva contra la opresión del totalitarismo constitucionalista.
Estos clamores a favor de un frente común surgen, a veces, de una espontánea e ingenua angustia ante el futuro del la sociedad en que vivimos. Otras veces no son tan ingenuos, porque, en el fondo, sólo pretenden engrosar las filas de una formación política preexistente que, con supuesto desinterés, se ofrece a capitanear un nuevo grupo unificado bajo su ideología camuflada de bien común.
Sea de ello lo que fuere, el carlismo no puede prestar oídos a semejantes planteamientos. Porque, si lo hiciera, se vería abocado a no defender nada. Los falangistas rechazan la vida social ajena a un estado que, a su modo de ver, tiene que ser “fuerte” y, encandilados por los mitos foráneos del caudillismo, se oponen a la monarquía tradicional española. “No queremos reyes idiotas”, dicen, presuponiendo que sus líderes son la encarnación de la inteligencia. Los demócrata-cristianos, los propios eclesiásticos y los eclesiales en general, prescinden de la patria y de cualquier preocupación política, que consideran ajeno al “fenómeno religioso” en que centran su interés. Consideran legítimas las aspiraciones de los separatismos y se conforman, en lo político, con oponerse a las leyes que conculcan la moral sexual natural y destruyen la familia. Y tanto unos como otros dejan de lado la unidad religiosa y la confesionalidad del estado, bien por principio, bien por táctica. A fin de cuentas, el denominador común de estas inconsistentes “derechas” que se oponen al PSOE es una nada doctrinal. Y para defender la vaciedad de principios y de programa, ahí está el PP. De nada sirve un nuevo partido.
Frente a las convocatorias para la unidad que pretenden defender un denominador común, la Comunión Tradicionalista propone la unidad en el mínimo común múltiplo. Es decir, propone la unidad que engloba, jerarquiza y da sentido a todas esas pretensiones de los afligidos grupos dentro del maravilloso orden político cristiano y español. La doctrina tradicional, cultivada por el carlismo, no es invención suya ni de autor alguno en particular; porque es la quintaesencia de la sabiduría política occidental, decantada a partir de mil experiencias reales y progresivamente sistematizada por innumerables filósofos y teólogos, bajo la atenta mirada de la Iglesia. De ese orden han bebido todas las ideologías revolucionarias, cuya novedad sólo ha consistido en negar partes de ese conjunto armónico, para sobrevalorar desnaturalizándolo alguno de sus aspectos. De ese orden también han desgajado las “derechas” sus idearios, no inmunes a las inspiraciones de la revolución
¿De qué sirve tratar de salvar sólo la unidad de la patria o su independencia; salvar sólo la familia o una parte selecta de la moralidad; salvar sólo la libertad de los individuos o las comunidades frente al estatismo? La nación a secas es compatible con el estatismo; la moral familiar no puede subsistir sin el apoyo de la sociedad; la libertad sin más conduce a la anarquía y todo ello sin Dios ¿qué más da?
A perro enfermo todo son pulgas. Gracias a la democracia nuestra sociedad ha entrado en fase agónica y sólo cabe preguntarse si morirá despiezada por los separatistas, si será deglutida de la avasalladora globalización o si será pasto del hormiguero islámico que crece en su interior. Razón tenía el Guerra cuando dijo que tras el cambio preconizado por el PSOE, a España no iba conocerla ni la madre que la parió: pronto no quedarán de ella sino piltrafas de un corrupto cadáver. De nada vale la listeza de curanderos que aplican cataplasmas y pomadas. La Comunión Tradicionalista entiende que sólo cabe ir a por todas, como a por todas va el PSOE en su afán corruptor de cuanto huela a orden cristiano. Por ello, y porque su honor le impide recurrir a engañosas tretas para ganar votos, nunca se fundirá con partido alguno que no reconozca la totalidad de los principios que ella sigue manteniendo. Lo cual no le ha impedido apoyar las acciones bien encaminadas que otros han organizado (bastante inútiles, por cierto), y no le impedirá emprender episódicas acciones comunes.
Bueno, lo de siempre. Sin unidad de acción, (entre carlistas claro), residuales hasta la desaparición, sino estamos desaparecidos ya.
ResponderEliminarExcluyo a los hugonotes, faltaría.
Ni "batallita" presentamos.
De pena.
Borgoñes