Cuentan que Clodoveo, tras conocer la pasión de Nuestro Señor, exclamó “¡Ah! si yo hubiera estado allí con mis francos!” Todos hemos tenido en nuestros años infantiles y mozos esta misma reacción, tan ingenua como natural, ante la pasividad de quienes asisten a injusticias o crueldades flagrantes, sin mover un dedo. ¿Quién de nosotros no ha pensado “¡ah! si yo hubiera estado allí” al oír hablar de la quema de conventos, del linchamiento de religiosos o de las profanaciones públicas de lugares sagrados?
Lo mismo nos pasa, en cierta medida, con las generaciones que han precedido a los grandes desastres de nuestra historia: ¿Cómo pudieron los habitantes de la España visigoda permitir la invasión musulmana, sin apenas resistencia? ¿Acaso no nos sublevamos también ante la inacción de quienes permitieron la segunda república o consintieron con la “transición” hace tan pocos años? “¡ah! si yo hubiera estado allí”.
Pues, no te quepa la menor duda: hoy estás allí. Allí donde puedes demostrar tu capacidad de entrega y sacrificio. Basta con mirar alrededor, hoy que en nuestra patria, los poderes liberales y socialistas destruyen cuanto queda de sanas costumbres, se aprestan a fragmentar nuestra patria y emplean todos sus medios para desarraigar los últimos restos de catolicismo. Basta con ver, en calles y barrios, cómo crece la marea islámica, dispuesta a dominar nuestra sociedad con su ley cruel y primitiva, haciendo valer hipócritamente los supuestos derechos humanos, que ellos mismos desprecian. Basta ver cómo tantos eclesiásticos, que empiezan a sentir consternación por todo ello, en vez de animar a los católicos, no se les ocurre sino “ir al encuentro de la laicidad” y promover un multiculturalismo no fundamentalista. Palabrería vana que sólo sirve para acrecentar la perplejidad de los fieles y regocijar a socialistas, separatistas e islamistas.
Frente a estos peligros inminentes -y no son los únicos- sólo cabe volver a la doctrina sintetizada en el lema de Dios, Patria Fueros y Rey. Doctrina que reúne la sabiduría clásica de occidente con la Revelación Cristiana, y bajo cuya inspiración han podido los españoles mantener la fe, la unidad y la independencia de su patria, tanto contra las tendencias disgregadoras y totalitarias, como contra el siempre amenazador poder musulmán. Melchor Ferrer decía que las épocas de debilitación del carlismo siempre han coincidido con los mayores avances de la revolución y han precedido a los grandes desastres españoles en los últimos siglos. Y, presentados los ejemplos de la revolución de 1854, de 1868 y de la segunda república, concluye: “mayor es el período de crisis del carlismo y mayor es el estrago revolucionario. Esto es lo que enseña la historia”. Si es verdad lo que dice el egregio historiador, los males que nos acechan deben de ser gravísimos, porque el carlismo arrastra una larguísima crisis, que la Comunión Tradicionalista se ha propuesto superar. Para ello tiene el carlismo que fortalecerse y propagarse, pues las nuevas generaciones lo desconocen por completo. En vuestras manos está hacerlo, porque la falta de esfuerzo en los carlistas y la ausencia de medios son las causas de tanta limitación.
Volvamos a la ingenuidad juvenil que deseaba “estar allí”; depurémosla de todo afán de notoriedad y entreguemos esfuerzo, trabajo y bienes, conforme a nuestras posibilidades. Porque, sea cual fuere el resultado, no hallará el alma mejor bálsamo en las futuras tribulaciones que decir: “cuanto pude hice; a nada más se me podía obligar”.
Lo mismo nos pasa, en cierta medida, con las generaciones que han precedido a los grandes desastres de nuestra historia: ¿Cómo pudieron los habitantes de la España visigoda permitir la invasión musulmana, sin apenas resistencia? ¿Acaso no nos sublevamos también ante la inacción de quienes permitieron la segunda república o consintieron con la “transición” hace tan pocos años? “¡ah! si yo hubiera estado allí”.
Pues, no te quepa la menor duda: hoy estás allí. Allí donde puedes demostrar tu capacidad de entrega y sacrificio. Basta con mirar alrededor, hoy que en nuestra patria, los poderes liberales y socialistas destruyen cuanto queda de sanas costumbres, se aprestan a fragmentar nuestra patria y emplean todos sus medios para desarraigar los últimos restos de catolicismo. Basta con ver, en calles y barrios, cómo crece la marea islámica, dispuesta a dominar nuestra sociedad con su ley cruel y primitiva, haciendo valer hipócritamente los supuestos derechos humanos, que ellos mismos desprecian. Basta ver cómo tantos eclesiásticos, que empiezan a sentir consternación por todo ello, en vez de animar a los católicos, no se les ocurre sino “ir al encuentro de la laicidad” y promover un multiculturalismo no fundamentalista. Palabrería vana que sólo sirve para acrecentar la perplejidad de los fieles y regocijar a socialistas, separatistas e islamistas.
Frente a estos peligros inminentes -y no son los únicos- sólo cabe volver a la doctrina sintetizada en el lema de Dios, Patria Fueros y Rey. Doctrina que reúne la sabiduría clásica de occidente con la Revelación Cristiana, y bajo cuya inspiración han podido los españoles mantener la fe, la unidad y la independencia de su patria, tanto contra las tendencias disgregadoras y totalitarias, como contra el siempre amenazador poder musulmán. Melchor Ferrer decía que las épocas de debilitación del carlismo siempre han coincidido con los mayores avances de la revolución y han precedido a los grandes desastres españoles en los últimos siglos. Y, presentados los ejemplos de la revolución de 1854, de 1868 y de la segunda república, concluye: “mayor es el período de crisis del carlismo y mayor es el estrago revolucionario. Esto es lo que enseña la historia”. Si es verdad lo que dice el egregio historiador, los males que nos acechan deben de ser gravísimos, porque el carlismo arrastra una larguísima crisis, que la Comunión Tradicionalista se ha propuesto superar. Para ello tiene el carlismo que fortalecerse y propagarse, pues las nuevas generaciones lo desconocen por completo. En vuestras manos está hacerlo, porque la falta de esfuerzo en los carlistas y la ausencia de medios son las causas de tanta limitación.
Volvamos a la ingenuidad juvenil que deseaba “estar allí”; depurémosla de todo afán de notoriedad y entreguemos esfuerzo, trabajo y bienes, conforme a nuestras posibilidades. Porque, sea cual fuere el resultado, no hallará el alma mejor bálsamo en las futuras tribulaciones que decir: “cuanto pude hice; a nada más se me podía obligar”.
Escrito difundido por el Círculo Carlista Antonio Molle Lazo de Madrid, Castilla.
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