(Discurso de don José de Armas Díaz, ante S.A.R Don Sixto Enrique de Borbón en la Cena de Cristo Rey)
Hace poco tuve la ocasión de ver por Internet un curioso documental en el que se ofrecía una representación del Universo en comparación con nuestro planeta, de manera que, aplicando un zoom, la Tierra iba minimizándose paulatinamente hasta hacerse casi imperceptible entre infinidad de astros y constelaciones, llegando tal insignificancia a ser verdaderamente sobrecogedora, si el panorama no se considera iluminado por una correcta inteligencia, o sea a la luz de la fe. Por supuesto que allí no se mencionaba para nada el fenómeno de la Creación, pero era deducible simplemente con la razón.
La Historia de la obra de Dios arranca en el Génesis. Todo fue finito, hasta que Él sopló sobre el primer hombre y lo animó con una participación de su divinidad con el fin de inmortalizarnos en su presencia, y además nos hizo libres. Pero casi inmediatamente Adán olvidó su deuda con el Creador del Universo, y desde ese momento la bienaventuranza quedó suspendida en una promesa esperanzada, hasta que el Señor de la Historia quiso enviar a este puntito insignificante del Universo a su Hijo Amado, para que nos percatáramos de su inconmensurable misericordia y fuéramos redimidos.
Todo esto gratuito, pero con condiciones de una lógica aplastante. Es curioso que usando simplemente el diccionario, todavía podamos llegar a una conclusión, atendiendo siempre a las primeras acepciones. Si buscamos Bienaventuranza, resulta que dice “Vista y posesión de Dios en el cielo”. Fíjense ustedes en la coincidencia etimológica de las palabras que expresan los conceptos que se barajan en este divino y trascendental juego: Gracia significa “Don de Dios, ordenado al logro de la bienaventuranza”. Gratitud es “el sentimiento que nos obliga a estimar el beneficio recibido y a corresponder a él”. Gratuito viene a ser “De balde o de gracia”. Por todo ello, sin sofismas ni circunloquios filosóficos de ninguna clase, podemos afirmar que el misterioso capricho divino de nuestra inmortalidad es gratuito, porque la gracia es un don en pos de la bienaventuranza; y que éste don requiere gratitud.
Esto, Sres., no es un sermón. No debe ni puede serlo. Es la constatación de una realidad, de la única realidad posible, que se nos va haciendo más patente a medida que el progreso de las ciencias corre los velos de misterios que antaño eran más difíciles de imaginar.
Nuestro gran Donoso Cortés dedica su mayor obra (Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo) a demostrar que “en toda gran cuestión política va envuelta siempre una gran cuestión teológica”. No nos cansaremos de recomendar, sobre todo a los jóvenes, su lectura y meditación.
Todos nosotros nos hemos encontrado alguna ocasión en la circunstancia de que por toda respuesta a estos o similares argumentos, se nos diga que el Carlismo adolece de una fanática obsesión religiosa y concretamente católica. Y no es tampoco raro que haya correligionarios que, con su mejor voluntad, quieran persuadirnos de estar anquilosados en el primer punto de nuestro cuatrilema; que avancemos y vayamos a la solución práctica de los otros tres. Es la metástasis del Liberalismo
Cuando el Creador nos infundió el espíritu inmortal, nos dio la posibilidad de recordar de dónde venimos; de entender para qué somos; de querer colaborar con la Creación perpetuándonos en la transmisión de la memoria y el entendimiento. Son las potencias del alma: Memoria, Entendimiento y Voluntad.
¿Y cual es la condición para la bienaventuranza? Lo decimos todos los días, sin casi darnos cuenta de la trascendencia de este deseo: “Santificado sea tu nombre. Vénganos tu Reino y hágase tu voluntad así en la Tierra como en el cielo”. Este deseo expresado en la única oración que dictó al pie de la letra Nuestro Señor Jesucristo hay que recordarlo siempre con la Memoria; hay que asumirlo con el Entendimiento; hay que hacerlo un propósito inexcusable con la Voluntad.
La definitiva Historia de la salvación, comienza en el momento de la Concepción Inmaculada de María y ha llegado hasta S.S. Benedicto XVI.
A los tradicionalistas hispanos, nos será fácil memorizar y entender la correspondencia íntima del primer enunciado de nuestro ideario con los restantes, porque el más pequeño recoveco histórico de Las Españas, está iluminado por las católicas repercusiones de la defensa del Altar en todo el planeta.
Nos dice Melchor Ferrer en el primer tomo de su monumental Historia que “El Tradicionalismo español (…) tiene por lema a Dios, su inspiración, su Decálogo, y a esa idea suprema ajusta a la Patria, como comunidad de hombres que quieren desenvolver su destino, hermanados y obedientes siempre al Padre común, y la idea del gobierno encarnada en una autoridad superior, libre, por su condición y altura, de las pasiones de la cosa pública, para mejor dirigir las diferencias, es decir, la Monarquía.”
Claro que después de Dios está la Patria, que abarca la extensa amplitud de la Hispanidad, que incluye el imperio lusitano, la mayor parte del continente americano (no en vano decía Elías de Tejada que los únicos “hermanos separados” que tenemos los españoles son los portugueses y los hispanoamericanos), además de otros reinos europeos, de los cuales tenemos hoy, aquí, dignísima representación en el correligionario Maurizio Di Giovine; Patria iluminada por la Religión Católica y nacida al amparo autárquico del paradigma de las libertades concretas, los Fueros. Fueros que necesariamente tenemos que ir reconquistando si no queremos ver diluidas nuestras libérrimas idiosincrasias de patrias chicas en la neutralizante cursilada revolucionaria de la “aldea global”, y la Patria grande desaparecer.
Señor: Es un compromiso grande hablar del Rey en vuestra presencia. No obstante creo necesario hacerlo, ayuno de cualquier lisonja, con todo el desenfado que presupone la pleitesía y la lealtad.
Hace tiempo que éste locuaz apasionado siente deseos de deciros algunas cosas, sin encontrar nunca la ocasión propicia, a pesar de haber disfrutado el honor de pasar con el Señor inolvidables jornadas enteras, vividas minuto a minuto. Hoy me decido con la ilusión de hablar en nombre de todos los presentes, amparado en la frase proverbial protocolaria de las Cortes de Aragón: “Nos, que cada uno de nosotros somos igual que Vos y todos juntos más que Vos, …”.
En el tiempo en que mis pasiones monárquicas eran objeto (por tradiciones familiares) de otras ramas dinásticas, leí unas declaraciones del padre de un pretendiente, comentando la manera en que el preceptor a la sazón trataba de establecer al pupilo al menos en la Legitimidad de Ejercicio, y decía: “…Vegas pretende que el Príncipe sea un santo, un héroe y un sabio”. Tales lecciones al efecto, no duraron un año; fueron abortadas por un aluvión de enseñanzas liberales de otros profesores. Y el príncipe, desde entonces devino en monigote, aprendiendo a firmar, jurar y perjurar todo lo que se le pone por delante.
Andando el tiempo y después de haberme leído el libro “Razones de la Monarquía” del melifluo José María Pemán, en 1969 quedaron congelados mis fervores dinásticos, hasta que en 1983, acuciado por Gabriela Pèrcopo, con el contento de Eugenio Vegas y la bendición de Rafael Gambra, los puse a los pies del Señor.
Pero aquel fracasado preceptor, dedicó el resto de su vida (como siempre lo había hecho) al apostolado político y religioso. Fue formando un escogido grupo de jóvenes de buena voluntad y clara inteligencia, con la firme esperanza de que su obra pudiera servir para que algún rey humano comprendiera, deseara y estuviera dispuesto a que Cristo reine “así en la tierra como en el cielo.”
Y todo esto, Señor, no sería más que un bello pero triste cuento, si no se tratara de una realidad conseguida.
Extienda su memoria a las cimas de su árbol genealógico y no será arriesgado concluir que ninguna corona tuvo tantas perlas bajo la cruz, como las que adornan la suya.
Ya sé que el Señor mira a su alrededor y ve como le apoyan los discípulos de Eugenio Vegas, de Rafael Gambra, de Elías de Tejada, de Manuel de Santa Cruz, entre otros..., y oye como le urgen con San Isidoro: ¡“Rex eris si recte facies, si non facias, non eris”!
Queremos por Rey de la tierra a un santo, un héroe, un sabio. Sé, Señor, sabemos que el peso es casi tan abrumador como el de la Cruz de Cristo. Cárguelo, por Dios, no desfallezca. Ya ve que le sobran Cireneos.
¡¡¡Viva Cristo Rey !!!
¡Viva el Rey!
Hace poco tuve la ocasión de ver por Internet un curioso documental en el que se ofrecía una representación del Universo en comparación con nuestro planeta, de manera que, aplicando un zoom, la Tierra iba minimizándose paulatinamente hasta hacerse casi imperceptible entre infinidad de astros y constelaciones, llegando tal insignificancia a ser verdaderamente sobrecogedora, si el panorama no se considera iluminado por una correcta inteligencia, o sea a la luz de la fe. Por supuesto que allí no se mencionaba para nada el fenómeno de la Creación, pero era deducible simplemente con la razón.
La Historia de la obra de Dios arranca en el Génesis. Todo fue finito, hasta que Él sopló sobre el primer hombre y lo animó con una participación de su divinidad con el fin de inmortalizarnos en su presencia, y además nos hizo libres. Pero casi inmediatamente Adán olvidó su deuda con el Creador del Universo, y desde ese momento la bienaventuranza quedó suspendida en una promesa esperanzada, hasta que el Señor de la Historia quiso enviar a este puntito insignificante del Universo a su Hijo Amado, para que nos percatáramos de su inconmensurable misericordia y fuéramos redimidos.
Todo esto gratuito, pero con condiciones de una lógica aplastante. Es curioso que usando simplemente el diccionario, todavía podamos llegar a una conclusión, atendiendo siempre a las primeras acepciones. Si buscamos Bienaventuranza, resulta que dice “Vista y posesión de Dios en el cielo”. Fíjense ustedes en la coincidencia etimológica de las palabras que expresan los conceptos que se barajan en este divino y trascendental juego: Gracia significa “Don de Dios, ordenado al logro de la bienaventuranza”. Gratitud es “el sentimiento que nos obliga a estimar el beneficio recibido y a corresponder a él”. Gratuito viene a ser “De balde o de gracia”. Por todo ello, sin sofismas ni circunloquios filosóficos de ninguna clase, podemos afirmar que el misterioso capricho divino de nuestra inmortalidad es gratuito, porque la gracia es un don en pos de la bienaventuranza; y que éste don requiere gratitud.
Esto, Sres., no es un sermón. No debe ni puede serlo. Es la constatación de una realidad, de la única realidad posible, que se nos va haciendo más patente a medida que el progreso de las ciencias corre los velos de misterios que antaño eran más difíciles de imaginar.
Nuestro gran Donoso Cortés dedica su mayor obra (Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo) a demostrar que “en toda gran cuestión política va envuelta siempre una gran cuestión teológica”. No nos cansaremos de recomendar, sobre todo a los jóvenes, su lectura y meditación.
Todos nosotros nos hemos encontrado alguna ocasión en la circunstancia de que por toda respuesta a estos o similares argumentos, se nos diga que el Carlismo adolece de una fanática obsesión religiosa y concretamente católica. Y no es tampoco raro que haya correligionarios que, con su mejor voluntad, quieran persuadirnos de estar anquilosados en el primer punto de nuestro cuatrilema; que avancemos y vayamos a la solución práctica de los otros tres. Es la metástasis del Liberalismo
Cuando el Creador nos infundió el espíritu inmortal, nos dio la posibilidad de recordar de dónde venimos; de entender para qué somos; de querer colaborar con la Creación perpetuándonos en la transmisión de la memoria y el entendimiento. Son las potencias del alma: Memoria, Entendimiento y Voluntad.
¿Y cual es la condición para la bienaventuranza? Lo decimos todos los días, sin casi darnos cuenta de la trascendencia de este deseo: “Santificado sea tu nombre. Vénganos tu Reino y hágase tu voluntad así en la Tierra como en el cielo”. Este deseo expresado en la única oración que dictó al pie de la letra Nuestro Señor Jesucristo hay que recordarlo siempre con la Memoria; hay que asumirlo con el Entendimiento; hay que hacerlo un propósito inexcusable con la Voluntad.
La definitiva Historia de la salvación, comienza en el momento de la Concepción Inmaculada de María y ha llegado hasta S.S. Benedicto XVI.
A los tradicionalistas hispanos, nos será fácil memorizar y entender la correspondencia íntima del primer enunciado de nuestro ideario con los restantes, porque el más pequeño recoveco histórico de Las Españas, está iluminado por las católicas repercusiones de la defensa del Altar en todo el planeta.
Nos dice Melchor Ferrer en el primer tomo de su monumental Historia que “El Tradicionalismo español (…) tiene por lema a Dios, su inspiración, su Decálogo, y a esa idea suprema ajusta a la Patria, como comunidad de hombres que quieren desenvolver su destino, hermanados y obedientes siempre al Padre común, y la idea del gobierno encarnada en una autoridad superior, libre, por su condición y altura, de las pasiones de la cosa pública, para mejor dirigir las diferencias, es decir, la Monarquía.”
Claro que después de Dios está la Patria, que abarca la extensa amplitud de la Hispanidad, que incluye el imperio lusitano, la mayor parte del continente americano (no en vano decía Elías de Tejada que los únicos “hermanos separados” que tenemos los españoles son los portugueses y los hispanoamericanos), además de otros reinos europeos, de los cuales tenemos hoy, aquí, dignísima representación en el correligionario Maurizio Di Giovine; Patria iluminada por la Religión Católica y nacida al amparo autárquico del paradigma de las libertades concretas, los Fueros. Fueros que necesariamente tenemos que ir reconquistando si no queremos ver diluidas nuestras libérrimas idiosincrasias de patrias chicas en la neutralizante cursilada revolucionaria de la “aldea global”, y la Patria grande desaparecer.
Señor: Es un compromiso grande hablar del Rey en vuestra presencia. No obstante creo necesario hacerlo, ayuno de cualquier lisonja, con todo el desenfado que presupone la pleitesía y la lealtad.
Hace tiempo que éste locuaz apasionado siente deseos de deciros algunas cosas, sin encontrar nunca la ocasión propicia, a pesar de haber disfrutado el honor de pasar con el Señor inolvidables jornadas enteras, vividas minuto a minuto. Hoy me decido con la ilusión de hablar en nombre de todos los presentes, amparado en la frase proverbial protocolaria de las Cortes de Aragón: “Nos, que cada uno de nosotros somos igual que Vos y todos juntos más que Vos, …”.
En el tiempo en que mis pasiones monárquicas eran objeto (por tradiciones familiares) de otras ramas dinásticas, leí unas declaraciones del padre de un pretendiente, comentando la manera en que el preceptor a la sazón trataba de establecer al pupilo al menos en la Legitimidad de Ejercicio, y decía: “…Vegas pretende que el Príncipe sea un santo, un héroe y un sabio”. Tales lecciones al efecto, no duraron un año; fueron abortadas por un aluvión de enseñanzas liberales de otros profesores. Y el príncipe, desde entonces devino en monigote, aprendiendo a firmar, jurar y perjurar todo lo que se le pone por delante.
Andando el tiempo y después de haberme leído el libro “Razones de la Monarquía” del melifluo José María Pemán, en 1969 quedaron congelados mis fervores dinásticos, hasta que en 1983, acuciado por Gabriela Pèrcopo, con el contento de Eugenio Vegas y la bendición de Rafael Gambra, los puse a los pies del Señor.
Pero aquel fracasado preceptor, dedicó el resto de su vida (como siempre lo había hecho) al apostolado político y religioso. Fue formando un escogido grupo de jóvenes de buena voluntad y clara inteligencia, con la firme esperanza de que su obra pudiera servir para que algún rey humano comprendiera, deseara y estuviera dispuesto a que Cristo reine “así en la tierra como en el cielo.”
Y todo esto, Señor, no sería más que un bello pero triste cuento, si no se tratara de una realidad conseguida.
Extienda su memoria a las cimas de su árbol genealógico y no será arriesgado concluir que ninguna corona tuvo tantas perlas bajo la cruz, como las que adornan la suya.
Ya sé que el Señor mira a su alrededor y ve como le apoyan los discípulos de Eugenio Vegas, de Rafael Gambra, de Elías de Tejada, de Manuel de Santa Cruz, entre otros..., y oye como le urgen con San Isidoro: ¡“Rex eris si recte facies, si non facias, non eris”!
Queremos por Rey de la tierra a un santo, un héroe, un sabio. Sé, Señor, sabemos que el peso es casi tan abrumador como el de la Cruz de Cristo. Cárguelo, por Dios, no desfallezca. Ya ve que le sobran Cireneos.
¡¡¡Viva Cristo Rey !!!
¡Viva el Rey!
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