El tema de la Cristiandad, como lo señalaba Sacheri, es recurrente en la obra de Julio Meinvielle. Nos encontramos en ella con varias caracterizaciones de la “ciudad católica” (una de sus locuciones sinónimas). En uno de sus tempranos escritos sobre teología de la Historia la define como “conjunto de pueblos que públicamente se propone vivir de acuerdo con las leyes del Santo Evangelio, de las que es depositaria la Iglesia”. La noción de Cristiandad, pues, implica la conformidad del derecho público interno e internacional con la enseñanza de la Iglesia y el magisterio del Romano Pontífice. En concreto, el núcleo substantivo de la Cristiandad consiste en un reconocimiento de la divinidad de Cristo manifestado no por meros actos de culto sino por la legislación que regula la vida del Estado. Los pecados de los pueblos cristianos, antes de la revolución francesa, por graves que fuesen, no incurrían con todo en impiedad colectiva y pública. La noción de Cristiandad, pues, no implica la ausencia de toda injusticia; pero sí resulta contradictoria con el pecado de la impiedad política, consistente en negar la realeza de Cristo y la vigencia pública de su ley; consistente, en suma, en “el desconocimiento total de la soberanía espiritual” de la Iglesia por parte de la sociedad cristiana.
Como presupuesto de una legislación humano-positiva subordinada al Evangelio se encuentra el principio fundamental de la verdadera Cristiandad, a saber, “que la autoridad pública debe profesar públicamente la Religión Católica”. Esta profesión de la fe por el poder del Estado, contraria a toda neutralidad religiosa de la esfera pública, conlleva necesariamente, por la fuerza misma de la ejemplaridad del imperio político y legal, la irradiación y promoción, por los medios y vías propios de la legislación positiva, de la verdad católica sobre el conjunto del orden comunitario. El autor cita en abono de su posición las inequívocas afirmaciones de las encíclicas Quanta cura (Pío IX) e Inmortale Dei (León XIII). Para Meinvielle, en consonancia con esos pronunciamientos papales, resulta ilícito proponer una autoridad política que se mantenga “ajena” a toda religión. En efecto, la norma de vida pública, en la ciudad católica, debe ser católica. No otra ha sido, por lo demás, la posición de Tomas de Aquino en De regno, citada también por nuestro autor: “A aquél a quien pertenece el cuidado del fin último [en última instancia, el Romano Pontífice] deben sujetarse aquéllos a quienes pertenece el cuidado de los fines antecedentes [los príncipes]"
En síntesis, y tal como lo había afirmado en Concepción católica de la política, su primera obra filosófico-política de envergadura, el fin de la persona individual es análogo al fin de la sociedad política, dado que el fin de ésta (aunque complejo, plural y participable por muchos) es humano por la naturaleza del bien que lo conforma. Por ello así como el hombre cristiano profesa la fe en Cristo y en su Iglesia –y guarda sus mandamientos-, así la sociedad política cristiana, análogamente, acepta las normas de la ley natural y de la ley evangélica tales como las propone la Iglesia.
“JULIO MEINVIELLE, TEÓLOGO DE LA CRISTIANDAD” por Sergio R. Castaño (Verbo nº 491-492).
No hay comentarios:
Publicar un comentario