La propiedad capitalista comenzó
con el liberalismo económico, con el código napoleónico y la división forzosa
de patrimonios, con las leyes desvinculadoras, antigremiales y desamortizadoras.
Hoy está escrito en las almas, en las costumbres y en las leyes.
Los males y abusos del
capitalismo no se eliminan con la socialización de los bienes. Eliminar la
propiedad privada es cortar definitivamente las bases económicas de la familia
y también de otras muchas instituciones que sirven de contrapoderes al Estado y
hacen posible la libertad política. En frase de Hilaire Belloc "tal
solución sería como, pretender cortar los horrores de una religión falsa con el
ateísmo, o los males de un matrimonio desdichado con el divorcio, o las
tristezas de la vida con el suicidio (La Iglesia y la propiedad privada).
Entregar toda la riqueza posible a un solo administrador universal supone el
definitivo desarraigo del hombre, reduciéndolo a su condición, meramente individual.
Supone también romper todo vínculo espiritual con las cosas, que dejarán así de
ser horizonte o entorno humano para convertirse sólo en fuente indiferenciada
de subsistencia. Paradójicamente el colectivismo potencia hasta su máximo el
individualismo, y, a través de un proceso minucioso de masificación, elimina del
corazón humano toda relación con el mundo circundante que no sea la codicia, la
disconformidad y la envidia.
Era una sentencia corriente entre
los liberales del siglo pasado que "los males de la libertad con más
libertad se curan". Yo he pensado siempre que son "los males de la
propiedad los que con más propiedad se curan". Es decir, restituyendo al
ejercicio de la propiedad toda su profundidad y sus implicaciones, el marco de significación
y de vinculaciones de que fue privada. Cuando la sociedad no era gobernada por
ideólogos y políticos de profesión —antes de la revolución política e
industrial—, tanto nuestra civilización como toda otra tendieron a dotar a la
propiedad de un cierto carácter sacral y patrimonial que hacían posible esa
correlación de deberes y derechos en que consiste la justicia. Cuando a mayores
derechos corresponden mayores deberes (y a la inversa), las diferencias
inevitables de fortuna o posición social se hacen tolerables y aun respetables,
precisamente porque no son puramente diferencias económicas sino estatus, que
asocian al disfrute de los bienes implicaciones espirituales de lealtades y de
deberes.
Como por sarcasmo, fue en nombre
de la libertad como se realizó esa limitación de la propiedad a su aspecto más material
y menos humano, es decir, como se la transformó en ese capitalismo contra el
que más tarde se rebelaría el socialismo. Se trataba de desvincular al hombre
de los lazos históricos que lo ligaban a su pasado, de los mitos y
supersticiones ancestrales que condicionaban su comportamiento, de buscar la libre
expansión del individuo y la libre expresión de su voluntad. La casa y los
campos "que por ningún precio se venderían", las tierras amortizadas
por la piadosa donación, los bosques comunales inajenables por considerarse
propiedad de generaciones pasadas, presentes y futuras, era cuanto tenía que
ser desvinculado o desamortizado para la mejor explotación y para "la
riqueza de las naciones".
Este designio de la revolución
económica radica en un tremendo error sobre la naturaleza del hombre y de la
condición humana. Estriba en concebir al hombre —a cada hombre— como una especie
de encapsulamiento que encierra al verdadero individuó, a modo de un núcleo
—bueno, racional y feliz por naturaleza— al que hay que liberar de esa cápsula,
hecha de tabús y de opresión que lo deforman y esclavizan. Esta idea está
escrita a fuego en el espíritu de la Modernidad. Destruir los prejuicios,
desenmascarar los tabús, ha sido el imperativo de casi dos siglos de pedagogía
y de política.
El primitivo buscó cuevas donde
guarecerse: el hombre moderno se empleó en demoler las mansiones que durante
milenios albergaron a su civilización sin pensar que en el término del proceso
hallaría la intemperie: aquello precisamente que impulsó a sus antepasados a
buscar el refugio, con su angosta entrada, con sus paredes y su bóveda, es
decir, un ámbito protector habitable, defendible, decorable (...)
El hombre —cada hombre-—no es un
núcleo escondido que haya de "liberarse" o ser despertado rompiendo
el cerco de maleza que lo rodea, como a la hermosa durmiente del bosque. Si
alcanzáramos a aniquilar cuanto un hombre ha creído y ha amado y realizado a lo
largo de su vida daríamos, no con el primitivo sano y feliz o con el hombre al
fin liberado y "él mismo", sino con el yermo desertizado o con la
inmensa ausencia de una decepción sin límites, tal vez con el desaliento de una
incapacidad ya de rehacer.
Porque el hombre —cada hombre— consiste
en esa serie de lazos que él mismo —-en buena parte-— ha ido creando con las
cosas: todo aquello que considera como suyo, sin lo cual su vicia carecería para
él mismo de sentido y aparecería a sus ojos como impensable. El hombre no es su
pura naturaleza potencial, ni sus disposiciones natales o heredadas, aunque sea
también esto. En tanto que hombre individualizado, actual, irrepetible, se
forja en una misteriosa relación de sí mismo con cuanto le rodea, dentro de la
cual ejerce su capacidad de entrega (o donación) y de apropiación, edificando
así su mundo diferenciado y, con él, su personalidad íntima. Hacer libre a un
hombre no consiste en desasirle de su propia labor —de su trabajo— sino conseguir
que trabaje en lo que ama o que pueda amar aquello que realiza. Hombres libres
no son aquellos que flotan indiferentes o desasidos de cuanto les rodea, sino los
que alcanzan a vivir un mundo suyo, aunque no trascienda de su vida interior,
aunque haya sido logrado en la ascesis y el esfuerzo.
Es de Saint-Exupéry la frase:
"no amo al hombre” amo la sed que lo devora". El hombre más dueño de
sí y de su mundo, y con mayor personalidad, suele ser también el más ligado y
entrañado en ese mundo propio, porque las raíces son en él las más firmes y exigentes;
diríamos, en términos hoy habituales, el menos libre. Al paso que el hombre más
libre en este último sentido es el más disponible al viento de la vida y de sus
propias pasiones; es decir, el menos
capaz de vida interior y de creación, el menos libre en la realidad.
Basta, por lo tanto, con conocer
al hombre mismo y a su relación con el mundo circundante para incluir la
propiedad privada entre sus más radicales derechos; es decir, para reconocerla
como el ámbito de su vivir auto constitutivo. Sin la posibilidad de extender el
Yo —y el Super-yo— a las cosas, sin poder hacerlas nuestras y dotarles de un
sentido, nunca adquirirá la vida humana su dimensión profunda, ni madurará en
sus frutos* ni existirá un motivo para vivirla por muchos medios que se
arbitren para facilitarla.
La técnica del "nivel de
vida", convertida en soberana y erigida en fin último "social" e
individual de una "sociedad de masas", ha dotado al hombre de medios
de subsistencia y confort desconocidos por los más afortunados de otras épocas.
Pero a la vez, y a un ritmo visiblemente acelerado, le privan de los lazos de
compromiso y de apropiación (incorporación a sí mismo) que engendraban para él
un mundo propio, diferenciado, y ello hasta desarraigarlo de todo ambiente
personalizado y estable, vaciando su vida de sentido humano, de objetivos y de
esperanza. M derecho a poseer algo y a serle fiel no figura entre esos
"Derechos Humanos" que abren camino al universo socialista.
En rigor, es la Ciudad creada por
el fervor a sus símbolos y a sus dioses lo que sostiene al hombre que vive en
su seno, y lo preserva del hastío y de la corrupción; porque entre hombre y
Ciudad se establece una misteriosa tensión por cuya virtud la corrupción, cuando
sobreviene, no está tanto en los individuos como en el imperio que los alberga.
Cuando viven en la lealtad y el fervor, hasta sus mismas pasiones los engrandecen;
cuando, en cambio, viven juntos para sólo servirse a sí mismos, sus propias
virtudes aprovechan a la pereza y al odio mutuo.
Porque la Ciudad sostenida por el
fervor engendra para el hombre dos elementos necesarios a su sano vivir: de una
parte, el sentido de las cosas, que libra al hombre de caer en la incoherencia de
un mundo sin límites ni estructuras; de otra, la maduración del vivir, por cuya
virtud la obra que el hombre realiza paga por la vida que le ha quitado, y el
mismo conjunto de la vida, por ser constructivo, paga ante su eternidad. Ello
libra al hombre del hastío de un correr infecundo de sus años y le concilia con
su propio morir.
Como ha escrito Salvador
Minguijón, "el localismo cultural, impregnado de tradición y fundado sobre
la difusión de la pequeña propiedad, sostiene una permanencia vigorosa frente a
la anarquía mental que dispersa a las almas. Los hombres pegados al terruño, aunque
no sepan leer, disponen de una cultura que es como una condensación del buen
sentido elaborada por siglos, cultura muy superior a la semicultura que
destruye él instinto sin sustituirlo por una conciencia (...). La estabilidad
de las vidas humanas crea el arraigo, que engendrará nobles y dulces
sentimientos y sanas costumbres. Estas cristalizan en saludables instituciones
que, a su vez, conservan y afianzan las buenas costumbres. No es otra la
esencia doctrinal del tradicionalismo".