No existe el
“problema” “catalán”; el problema es el Estado liberal
No
se ha calibrado suficientemente el carácter impuesto de la estructura estatal
sobre los pueblos hispánicos, cuya esencia política es antiestatal. Todos los
problemas institucionales, territoriales y políticos de España traen causa en
última instancia de esta realidad, insuficientemente percibida.
La
Historia de las pérdidas de las Españas transpeninsulares es indefectiblemente,
hasta el siglo XVIII, la Historia de la violencia de entidades extranjeras
contra esos pueblos que eran y se sentían independientes, libres e
hispanísimos. Con la introducción de los paradigmas estatales tras la
usurpación liberal las insuficiencias y contradicciones que se venían sufriendo
desde el advenimiento de las reformas de los Borbones incoarán el definitivo
problema territorial español, el cual sólo puede solucionarse hispánicamente. La
noción positivista y soberanista de la política subyugó la rica pluralidad de
cada una de las partes de las Españas, reduciéndolas sobre la coartada de un
castellanismo, que no es tal, a una uniformización contraria a nuestro nervio
histórico. Frente a este mal se exacerbó en sentido contrario una respuesta en
los mismos esquemas de pensamiento liberal desde los nacionalismos
separatistas. Y se generó la inevitable aporía al develarse la faz más
totalitaria del propio Estado, que lejos de ser integrador se muestra como un
gran Leviathán excluyente: o Estado español o Estado catalán.
El
Estado ha supuesto en cierto modo una subrogación de la vieja Monarquía
Hispánica, por eso aún custodia ciertas formas de politicidad natural mucho
mejor que las instancias supraestatales, por lo que merecen ser respetadas. Sin
embargo también conlleva otra serie de vicios que deben ser debidamente extirpados.
Actualmente además las transformaciones de la política y la asunción de la
democracia partitocrática acentúan el carácter inmoral del Estado por su
instrumentalización por las ideologías dominantes o triunfantes en los procesos
electorales. El Estado ya no custodia ningún fundamento moral intangible, pero
paradójicamente cada vez se hace más grande y controlador con lo que resulta
más potencialmente peligroso. En este sentido las Comunidades Autónomas (que no
olvidemos son una parte más del Estado, siendo sus presidentes los
representantes ordinarios del mismo en su territorio) han jugado un papel
peligrosamente uniformizador sobre las bases de las mitologías nacionalistas o
paranacionalistas, imponiendo una aterradora ingeniería social e ideología
desde los resortes del poder que controlan creando artificiales esencialismos
identitarios.
La
herida y brecha abierta por tantos siglos de impostura liberal, cuyas carencias
sólo se afrontan desde posturas aún más liberales, juegan en contra de retornar
a una solución tradicional española. Sin embargo los afanes más nobles que
habitan en el fondo de los corazones encontrarán en ella la única respuesta.
Quienes hablan de independencia si quieren la auténtica independencia de los
pueblos y de la sociedad sólo podrán encontrarla en la vuelta a un orden en que
el protagonismo político no lo tengan las impostoras instituciones públicas,
sino que sean las corporaciones naturales quienes se organicen sin dirigismos.
Quienes quieran ofrendar a España sus más nobles sentimientos han de entender
que nuestra Patria no es un mero Estado impuesto hace casi dos siglos, sino que
la genuina España estaba en aquel haz de pueblos libres e independientes,
dotados de peculiaridades políticas, jurídicas y culturales unidos por la Fe
inquebrantable en un mismo Dios y la lealtad hacía un mismo Rey, señor legítimo
y justo.