El concepto de la libertad ilimitada y arbitraria, y el
concepto agnóstico del mundo inasequible al entendimiento humano, donde se
relegan las verdades religiosas, han producido como aplicación política un
monstruo singular que se llama Estado neutro. ¡La neutralidad del Estado en
materia religiosa! En una sociedad dividida en creencias, ya se refieran al
orden natural o al sobrenatural, el Estado no puede tener más que tres
posiciones y adoptar tres actitudes: puede representar la mayoría de creencias
de esa sociedad, puede representar un fragmento, aun cuando sea la minoría de
ellas, o puede intentar la representación de aquello en que coincidan todos.
En el primer caso, hará de lo común regla, que tratará de
extenderse y convertirse en única. En el segundo, elevará la excepción a regla
común, no expresando la opinión de los más, sino imponiendo la de los menos,
aunque, por supuesto, invocando la democracia y la voluntad colectiva. En el tercer caso, la representación de lo que es común por
encima de lo que es diferente, es la que suele invocarse para disfrazar el
segundo, que es el que se practica. ¿Puede existir ese Estado neutral?
Cuando la división entre las creencias es tan honda que del
orden sobrenatural trasciende a las primeras verdades del orden natural; cuando
los hombres no están conformes ni acerca de su origen, ni de su naturaleza, ni
de su destino, ni, por consiguiente, acerca de sus relaciones, ni de las normas
de su conducta, entonces la oposición es tan grande, que el Estado que cruce los
brazos en presencia de esas diferencias se encontrará colocado en una situación
muy extraña: él se declarará indiferente ante las diferencias, y no será raro
que los creyentes y los no creyentes le vuelvan la espalda y se declaren
también indiferentes, con una indiferencia que haga causa común con el
desprecio, hacia una entidad que no toma parte en aquellas cosas que más
interesan a los hombres.
¡Estado neutral! Estado que no sabe nada ni afirma nada
acerca de las creencias en un mundo sobrenatural y de las relaciones con él,
que no sabe nada acerca del origen del hombre, que ignora cuál es la naturaleza
humana, cuál es su destino y cuáles son las normas de su vida individual y
social, es un Estado tan extraño, que, al no afirmar nada de lo que a los hombres
más importa, al elevar a dogma la ignorancia, que por ser de cosas supremas es
la suprema ignorancia, viene a declararse inútil e imbécil.
Imbécil, sí, porque el Estado idiota, como le llamaba
gráficamente Campoamor, es aquel que no sabe nada de los problemas que el
sepulcro plantea y de los problemas que el sepulcro resuelve. Se declara
incapaz de gobernar a nadie quien dice, refiriéndose al orden religioso y al
orden moral y al fundamentalmente jurídico: ”Yo no puedo afirmar nada de esas
cosas, porque no sé nada”. ¿Y cuál es la consecuencia inmediata de ese concepto
de Estado neutro? La de no intervenir en esos problemas que él mismo declara
que ignora, la de declararse incompetente y dejarlos a los que los conocen,
puesto que él se expide a sí mismo patente de incompetencia y hasta de
imbecilidad.
Y, sin embargo, hace todo lo contrario. Es el Estado que más
interviene. ¿Y por qué interviene? Porque su neutralidad en relación con todas
las creencias que luchan y que combaten en la sociedad, no es más que el
resultado de un juicio en que las declara dudosas, reduciéndolas a meras
opiniones; y al trasladar su parecer a los actos y a las leyes, impone ese
juicio, afirmando la negación o la duda, es decir, imponiendo la impiedad, o
imponiendo el escepticismo como dogmas negativos de un Estado que, después de
ser idiota, viene a declararse Pontífice al revés.
Ese Estado interviene en la enseñanza; y ¡cosa singular,
señores! El Estado, que no es agricultor; el Estado, que no es industrial; el
Estado, que no es comerciante, aunque tenga la obligación de cooperar y de
favorecer al comercio, a la agricultura y a la industria, el Estado se declara
a sí mismo, no cooperador ni fomentador de la enseñanza, sino pedagogo supremo
y hasta maestro único. ¡Y qué contradicción tan singular! No sabe nada de los
problemas más transcendentales, de los que han sido siempre los primeros en
todos los momentos de la Historia, y al mismo tiempo no tolera competencias y
quiere ser ¡el maestro único! De las generaciones presentes y venideras. Se
concibe que un Estado que afirme un orden natural y sobrenatural, que un Estado
creyente como el de las edades cristianas, y hasta un Estado budista, o un
Estado musulmán, trate, sirviendo como de instrumento a la creencia que
profesa, de llevarla a la práctica y de infundirla; pero que un Estado que se
declara a sí mismo interconfesional, que declara que no sabe nada de lo que no
debe ignorar nadie, ni por obligación, ni por cultura, se declare a sí mismo
incompetente, primero, y el más competente, después, para intervenir en la
enseñanza, eso es el absurdo. Y, sin embargo, ved cómo interviene. La gradación
es la siguiente: primero se declara potestativa en la enseñanza la enseñanza
religiosa; después se declara neutra la escuela, y más tarde se suprime la
religión hasta en las escuelas privadas, centralizando la enseñanza en las
públicas, y dispersando a los maestros religiosos para que detrás de la
ignorancia religiosa venga el odio de la escuela francamente atea.
Juan Vázquez de Mella. Examen del nuevo derecho a la ignorancia religiosa