martes, 29 de mayo de 2012

El Estado imbécil del liberalismo

El concepto de la libertad ilimitada y arbitraria, y el concepto agnóstico del mundo inasequible al entendimiento humano, donde se relegan las verdades religiosas, han producido como aplicación política un monstruo singular que se llama Estado neutro. ¡La neutralidad del Estado en materia religiosa! En una sociedad dividida en creencias, ya se refieran al orden natural o al sobrenatural, el Estado no puede tener más que tres posiciones y adoptar tres actitudes: puede representar la mayoría de creencias de esa sociedad, puede representar un fragmento, aun cuando sea la minoría de ellas, o puede intentar la representación de aquello en que coincidan todos.

En el primer caso, hará de lo común regla, que tratará de extenderse y convertirse en única. En el segundo, elevará la excepción a regla común, no expresando la opinión de los más, sino imponiendo la de los menos, aunque, por supuesto, invocando la democracia y la voluntad colectiva. En el tercer caso, la representación de lo que es común por encima de lo que es diferente, es la que suele invocarse para disfrazar el segundo, que es el que se practica. ¿Puede existir ese Estado neutral?

Cuando la división entre las creencias es tan honda que del orden sobrenatural trasciende a las primeras verdades del orden natural; cuando los hombres no están conformes ni acerca de su origen, ni de su naturaleza, ni de su destino, ni, por consiguiente, acerca de sus relaciones, ni de las normas de su conducta, entonces la oposición es tan grande, que el Estado que cruce los brazos en presencia de esas diferencias se encontrará colocado en una situación muy extraña: él se declarará indiferente ante las diferencias, y no será raro que los creyentes y los no creyentes le vuelvan la espalda y se declaren también indiferentes, con una indiferencia que haga causa común con el desprecio, hacia una entidad que no toma parte en aquellas cosas que más interesan a los hombres.

¡Estado neutral! Estado que no sabe nada ni afirma nada acerca de las creencias en un mundo sobrenatural y de las relaciones con él, que no sabe nada acerca del origen del hombre, que ignora cuál es la naturaleza humana, cuál es su destino y cuáles son las normas de su vida individual y social, es un Estado tan extraño, que, al no afirmar nada de lo que a los hombres más importa, al elevar a dogma la ignorancia, que por ser de cosas supremas es la suprema ignorancia, viene a declararse inútil e imbécil.

Imbécil, sí, porque el Estado idiota, como le llamaba gráficamente Campoamor, es aquel que no sabe nada de los problemas que el sepulcro plantea y de los problemas que el sepulcro resuelve. Se declara incapaz de gobernar a nadie quien dice, refiriéndose al orden religioso y al orden moral y al fundamentalmente jurídico: ”Yo no puedo afirmar nada de esas cosas, porque no sé nada”. ¿Y cuál es la consecuencia inmediata de ese concepto de Estado neutro? La de no intervenir en esos problemas que él mismo declara que ignora, la de declararse incompetente y dejarlos a los que los conocen, puesto que él se expide a sí mismo patente de incompetencia y hasta de imbecilidad.

Y, sin embargo, hace todo lo contrario. Es el Estado que más interviene. ¿Y por qué interviene? Porque su neutralidad en relación con todas las creencias que luchan y que combaten en la sociedad, no es más que el resultado de un juicio en que las declara dudosas, reduciéndolas a meras opiniones; y al trasladar su parecer a los actos y a las leyes, impone ese juicio, afirmando la negación o la duda, es decir, imponiendo la impiedad, o imponiendo el escepticismo como dogmas negativos de un Estado que, después de ser idiota, viene a declararse Pontífice al revés.

Ese Estado interviene en la enseñanza; y ¡cosa singular, señores! El Estado, que no es agricultor; el Estado, que no es industrial; el Estado, que no es comerciante, aunque tenga la obligación de cooperar y de favorecer al comercio, a la agricultura y a la industria, el Estado se declara a sí mismo, no cooperador ni fomentador de la enseñanza, sino pedagogo supremo y hasta maestro único. ¡Y qué contradicción tan singular! No sabe nada de los problemas más transcendentales, de los que han sido siempre los primeros en todos los momentos de la Historia, y al mismo tiempo no tolera competencias y quiere ser ¡el maestro único! De las generaciones presentes y venideras. Se concibe que un Estado que afirme un orden natural y sobrenatural, que un Estado creyente como el de las edades cristianas, y hasta un Estado budista, o un Estado musulmán, trate, sirviendo como de instrumento a la creencia que profesa, de llevarla a la práctica y de infundirla; pero que un Estado que se declara a sí mismo interconfesional, que declara que no sabe nada de lo que no debe ignorar nadie, ni por obligación, ni por cultura, se declare a sí mismo incompetente, primero, y el más competente, después, para intervenir en la enseñanza, eso es el absurdo. Y, sin embargo, ved cómo interviene. La gradación es la siguiente: primero se declara potestativa en la enseñanza la enseñanza religiosa; después se declara neutra la escuela, y más tarde se suprime la religión hasta en las escuelas privadas, centralizando la enseñanza en las públicas, y dispersando a los maestros religiosos para que detrás de la ignorancia religiosa venga el odio de la escuela francamente atea.

Juan Vázquez de Mella. Examen del nuevo derecho a la ignorancia religiosa

domingo, 27 de mayo de 2012

La Nación y el Estado

Ahora se comprenden fácilmente las diferencias entre Nación y Estado, y se pueden señalar las más visibles. El Estado se caracteriza siempre por una Soberanía política independiente; donde no existe esa independencia no existe verdadero Estado; pero, aun sojuzgada por un poder extraño, puede existir la Nación.

Un Estado puede improvisarse por una revolución, que emancipa una colonia o desgaja una provincia. Una Nación no se improvisa nunca, es siempre obra  de los siglos. Y es que a un Estado le basta la colaboración de las armas y de la fortuna para constituirse, y una Nación necesita la del tiempo para nacer.

Las manifestaciones de la vida de la Nación, la manera especial de ver y expresar la Religión, la ciencia, la literatura y el arte, no dependen de la actividad del Estado, se producen aparte, y muchas veces le son contrarias y accionan sobre él, o son oprimidas por su fuerza.

Por eso una Nación subsiste dividida en varios Estados, y teniendo uno solo que pierde la independencia sojuzgado por otro, subsiste. Por eso pasa de la pluralidad de Estados a la unidad política impuesta por la fuerza o formada por pactos, o por la fuerza y los pactos juntamente, y de un Estado federativo a un Estado centralizador, o al contrario, sin que, en esas mudanzas de soberanía, en esos cambios y trasmutaciones de Estados, deje de persistir el todo moral y la unidad histórica que la forma. Y es esa la causa de que una muchedumbre de náufragos  de diferente creencias, razas, clases y lenguas, arrojados por la tempestad en una isla desierta, pueden, por exigencias de orden y de defensa contra la agresión de los habitantes de las islas cercanas, constituir un poder común, un Estado, pero no formarán una Nación, hasta que una poderosa unidad moral, sobreponiéndose a todas las diferencias y deslizada en la corriente de los siglos, atraviese varias generaciones, y las ate con una tradición común, y las marque con su sello.

Siendo la Nación y el Estado cosas tan diferentes, es fácil deducir cuál es la relación fundamental: El Estado depende de la Nación, no la Nación del Estado.

Los que invocan todavía la soberanía nacional como un residuo de la teoría russoniana de la soberanía colectiva (que no ha cambiado el liberalismo orgánico a pesar de alterar los nombres), no han sabido nunca ni lo que es la soberanía, ni lo que es la Nación. La soberanía nacional considerando a la Nación expresada en un cuerpo electoral que la posee por modo inmanente, aunque lo haga transitiva por representación, es imposible, porque jamás la multitud tendrá capacidad para ejercerla, ni para vigilar ni dirigir a los que la ejercen, que siempre serán los menos. La soberanía es, no la nacional de la muchedumbre de un día que se congrega en las urnas, cuando no la congregan...soberanía efímera, mudable, contradictoria, sino la soberanía permanente de la Nación sobre el Estado, del espíritu nacional sobre las leyes, expresado en la tradición que, como yo he dicho alguna vez, no es el sufragio de una hora, porque es el sufragio universal de los siglos, contra el cual no puede prevalecer el voto inconsciente de una multitud, ni siquiera el de una generación amotinada contra la historia.

El Estado debe subordinarse a la Nación, y no la Nación al Estado. El espíritu nacional debe imperar sobre la voluntad del poder, y no la del poder sobre el espíritu nacional. El Estado no puede cambiar y modelar conforme a planos ideales el carácter de la Nación, es el carácter de la Nación el que tiene derecho a que el Estado lo refleje.

La unidad política del Estado actual, sea en la forma federativa o unitaria, ha pasado por la variedad de Estados de caudillaje militar, y de Estados locales y regionales, y es posterior a la unidad nacional,que precisamente  ha invocado como fundamento para poder constituirse. De aquí el absurdo de que, siendo efecto, quiera subordinar a él su causa, y, alterando hasta el orden cronológico de los hechos, quiera hacer lo posterior, y lo anterior posterior.

Por eso el Estado no es arquitecto que construye y reconstruye la Nación. Es la Nación la que tiene el derecho de modelar a su imagen y semejanza al Estado, que existe para servirla, y no para ser servida por ella.

En suma: el Estado es un rebelde que niega uno de los títulos principales de su soberanía si falta al deber esencial de dependencia que le liga a la Nación y no la expresa y lo cumple en la ley. Y como la Patria, en su mayor amplitud, se identifica objetivamente con la Nación, pues no es más que la Nación en nosotros, en cuanto nos sentimos ligados a ella conociendo su unidad moral e histórica y amándola como algo que es parte de nuestro ser, el Estado tiene el deber imperioso, no sólo de conocer y amar esa unidad, sino de servirla con efecto filial y de mantenerla con la fuerza.

Juan Vázquez de Mella. Obras completas.


martes, 22 de mayo de 2012

La Tradición Astur por S.A.R Don Sixto Enrique: ¡Asturias nunca vencida!

Campaña de adhesivos realizada por las Juventudes Tradicionalistas en Oviedo

Las Libertades. Blog de las Juventudes Tradicionalistas Asturianas

lunes, 21 de mayo de 2012

Marcelino Menéndez Pelayo y el carlismo: la ortodoxia hispánica

Se cumplen cien años del fallecimiento del eximio polígrafo montañés de ascendencia asturiana Marcelino Menéndez Pelayo. Su vastísima y erudita obra desborda con mucho el objeto de este blog, sin embargo hacemos propia la síntesis de José María Jover y de Jesús Evaristo Casariego, a efectos descriptivos:

"La consideración del catolicismo como eje y nervio de nuestra cultura nacional; el formidable esfuerzo de documentación que respalda cada una de sus afirmaciones; el talante polémico y apasionado de muchas de sus páginas, explicable por la circunstancia histórica en que hubo de forjar su obra; la amplitud de espíritu y el esfuerzo permanente de comprensión humana son, tal vez, los caracteres más notables de su personalidad y de su trabajo." (José Maria Jover)

"Dos son las afirmaciones de don Marcelino sobre las cuales el fervor apologético y polémico, innegables  en la obra del maestro, cobra la serenidad objetiva de ciencia de pura ley: la primera, que es España el país donde antes que en ningún otro aparecen tendencias y atisbos originales, y la segunda, que es en España donde mayor fuerza toma la voluntad de conservar el tesoro aprendido. España es para don Marcelino el país de la vanguardia y de la Tradición (...) Mas, ¿que era la Hispanidad para Menéndez y Pelayo? Una sola cosa: la ortodoxia católica. Lo mismo cuando estudia el teatro español como cuando escribe su hermosa obra "La Ciencia española"; igual cuando investiga los orígenes  de la novela que cuando hace la historia de la poesía, el maestro inagotable, encuentra siempre lo hispánico en la más pura ortodoxia de Roma. Todo lo que  no es ortodoxo -lo demuestra con argumentación irrebatible- es extraño al espíritu nacional, y por extraño, débil y desvalido. El escribió en La Ciencia española estas razones pletóricas de sentido: "Hasta hoy no se ha entendido bien la historia de nuestra literatura por no haberse estudiado a nuestros teólogos y filósofos" (...) Menéndez y Pelayo es por su obra científica uno de los veneros adonde hay que llegar para nutrirse  de esencias hispanas" (Jesús Evaristo Casariego)

Ciertamente su obra es una explicación inapelable de la esencia católica de España, así como una apología de la misma. Tuvo una especial predilección por Cataluña, cuya lengua hablaba a la perfección y cuya literatura, historia y tradiciones políticas y jurídicas siempre amó y defendió, cursando varios años en la Universidad de Barcelona.  Sobre los sucesos del 11 de septiembre de 1714 escribió: "No es ciertamente agradable ocupación para quienquiera que tenga sangre española en sus venas (...) ver a nuestra nación (...) perder hasta los últimos restos de sus sagradas libertades provinciales y municipales sepultadas en los escombros humeantes de la heroica Barcelona".

Como otros autores muy próximos al tradicionalismo, su figura sólo puede ser reivindicada con pleno derecho por el Carlismo, pues no han tenido continuidad en las pequeñas escuelas que dejaron. Y ello pese a que su actuación política errónea (fuera de puntuales colaboraciones y acercamientos al Carlismo) sirvió para consolidar el régimen de la falsa Restauración, que a su vez fue imponiendo todas las políticas que don Marcelino detestaba. Su "tradicionalismo cultural" no fue acompañado con un coherente "tradicionalismo político"; en palabras del profesor Miguel Ayuso: "anticarlista como conservador que fue".

Es conocida, por otro lado, su entrañable amistad con otro genial montañés, este si rocoso e insobornable carlista, el novelista José María Pereda inmortal autor de la novela "Peñas arriba" y diputado tradicionalista.

Se puede decir con razón que la labor de Menéndez Pelayo fue continuada y coronada (aunque poniendo el acento sobre todo en los aspectos filosóficos, jurídicos y políticos) por la escuela de Francisco Elías de Tejada, corrigiendo la desviación que supone la flagrante contradicción de rendir pleitesía a la dinastía liberal, enemiga mortal de la tradición hispánica que tanto amaba el maestro montañés.

martes, 15 de mayo de 2012

Gaudium et spes: el "optimismo antropológico" en fase terminal

Con gozo y esperanza vemos los signos de los tiempos y el cumplimiento de la Escritura pues en medio de esta crisis sistémica, crisis del liberalismo y la modernidad, no son pocos los que vuelven los ojos a la Tradición para encontrar un fundamento sólido cuando todo se derrumba. A 50 años del Concilio el debate sobre su interpretación está abierto. Los nuevos obispos intentan imponer la hermenéutica de la continuidad pero se encuentran con un clero y fieles acostumbrados a la época posconciliar y a la teoría rupturista abalada por los péritos del Concilio como Congar, Chenu y Rahner. Los teólogos de las facultades enseñan que la etapa de Constantino al Vaticano II está superada; y el conflicto es grande. La rebelión de clero y fieles contra esta "restauración" es generalizada.

Los católicos que mantienen la tradición o vuelven los ojos a ella deben organizarse. El libro El liberalismo es pecado es completamente actual y tiene capítulos dedicados a como deben organizarse los católicos. Es indispensable una lectura profunda de las grandes encíclicas Rerum novarumImmortale Dei y Libertas de Leon XIII, prácticamente desconocidas por los seminaristas actuales, para reconstruir en medio de la ruina actual.

El diálogo con el mundo moderno ha fracasado entre otras cosas porque éste tenía fecha de caducidad y ha dado paso a la disolución de la posmodernidad. Ya el teólogo Ratzinger, desde una perspectiva agustiniana, había criticado el documento Gaudium et spes afirmando que algunos párrafos tienen un sabor naturalista y semipelagiano. Ahora la aparición del libro de Mons. Gherardini Vaticano II: una explicación pendiente ha causado un verdadero terremoto. Califica muchos textos conciliares de ingenuos, ambiguos, imprecisos y demasiado optimistas, concesiones a la mentalidad de los años 60 totalmente superada.

Volvamos a las fuentes tradicionales y tengamos presente las palabras de la Escritura:

Carta a la Iglesia de Sardes: "Conozco tus obras y que tienes nombre de vivo, pero estás muerto. Estate alerta y consolida lo que queda, que está para morir, pues no he hallado perfectas tus obras en la presencia de mi Dios. Por tanto, acuérdate de lo que has recibido y has escuchado, y guárdalo y arrepiéntete. Porque si no velas, vendré como ladrón, y no sabrás la hora que vendré a ti. Pero tienes en Sardes algunas personas que no han manchado sus vestidos y caminarán conmigo vestidos de blanco, porque son dignos." Ap 3.

Fray Jerónimo.

La psicología del separatismo

Sin embargo, aunque los separatismos españoles constituyen una aberración recusable, pueden ser comprendidos psicológicamente si nos ponemos en la posición de quienes comienzan el patriotismo por el amor a la casa paterna y comprenden la significación profundamente antipatriótica del estatismo moderno. El Estado centralizador, al ejercer un poder absoluto e impersonal, ajeno -o más bien opuesto-, a los elementos vivos y entrañables de la sociabilidad y del patriotismo, se convierten en seguida en algo esencialmente odioso para el ciudadano medio, que sólo puede verlo bajo la especie contributiva o policial. Si a esto se añade que ese mismo Estado ha representado la muerte de todas las tradiciones políticas, jurídicas, administrativas, y aun culturales de las colectividades históricas que constituyeron las Españas, puede comprenderse la aversión y la absoluta falta de respeto interior que hacia el Estado es ya habitual entre nosotros, de un siglo a esta parte.

De aquí no se deriva, en buena lógica, más que la aversión al Estado moderno como instrumento uniformista y antitradicional. Pero el Estado se adueña del nombre de la Patria -España-, lo utiliza como propio, y procura identificar su causa y su significación con la de él mismo. Y la distinción entre Estado y nación, y lo abusivo de esa apropiación, que son cosas obvias en el orden teórico y en el histórico, no lo son para quienes no viven en estos ordenes, es decir, para el pueblo. El hábito y el tiempo va, además, consumando en las mentes de las nuevas generaciones esa identidad que comenzó por ser un simple abuso de nomenglatura. El nombre de España y el título de español pasan así insensiblemente, para muchos grupos humanos, de ser algo cordial y espontáneamente sentidos a través del propio lenguaje y de la propia tierra, a tener la misma significación hostíl que el Estado que se los apropia. Algo semejante a lo que acontece con el escudo nacional, que convertido en símbolo exclusivo del poder público, acaba por asociarse psicológicamente a las notificaciones fiscales y a los uniformes de la policía.

Cuando estos hechos psicológicos se producen, y perdura en la nación el recuerdo de motivos patrios más cercanos al calor de lo propio,  los separatismos se producen fatalmente. Por eso ha dicho alguien que el centralismo fue el primero de los separatismos españoles y el origen de los demás. En la primera manifestación de esos movimientos secesionistas tuvieron mucha parte pasiones personales, posturas de extremosidad histórica, miras caciquiles, el orgullo colectivo de determinadas regiones, el infantil deseo de "jugar a naciones"; es decir, factores superficiales, más bien teóricos y de reacción momentánea, que, al cabo, se superaban en cada individuo con la reflexión y los años. La segunda fase de estos movimientos -tanto menos violenta cuanto mas peligrosa- estriba precisamente en la lenta extensión de ese sentimiento de extrañeza o de molesta aversión, que la sociedad española ha sentido siempre hacia el Estado, al nombre y la significación misma de España, que deja así de inspirar un sentimiento profundo y cordial. Este ambiente es el terreno propicio para un nuevo separatismo que prescinde de las fantasmales razones históricas o étnicas en que se apoyaba el otro, para ajustarse a un secesionismo meramente industrial o práctico.

Según Mella, los liberales y revolucionarios no tienen derecho a hablar de unidad nacional, porque ellos han destruido los vínculos íntimos estables de esa unidad, y los han sustituido por ataduras y uniformismo legal, que hacen odioso hasta ese nexo externo de unidad.

"El Estado monstruo que han fabricado -dice- es la enorme cuña que ha partido el territorio nacional y ha escindido la unidad nacional que antes imperaba, más por el amor que por la fuerza, en las regiones congregadas por la obra de los siglos en torno a un mismo hogar. Y mientras no se arranque esa cuña no habrá unidad nacional ni patria española, sino un rebaño dirigido por el látigo estatal".