sábado, 23 de enero de 2021

Falacias del lenguaje posmoderno


Es muy propio de nuestro tiempo el dotar a las cosas y conceptos de atributos ajenos a su naturaleza, y el lenguaje es la punta de lanza de este combate contra el orden de las cosas que no persigue otra cosa que dar el tiro de gracia a la cristiandad. 

Es muy común escuchar a conservadores y progresistas, como cosa asumida e interiorizada aquello de “la interrupción legal del embarazo”, unos a favor y otros también pero con matices, cuando todo el mundo sabe, inclusive el más bobo de los conservadores, que nada que no puede reanudarse puede interrumpirse. Puede reanudarse un partido de fútbol, incluso un sacrosanto Consejo de Ministros, pero no una vida, ni siquiera el hombre endiosado que acabó con ella es capaz de reanudarla. Los partidarios del asesinato de una criatura esgrimen que aun no es una persona. Y no lo es, dicen, porque aún no ha nacido. Pero si no ha nacido es porque acostumbran a descuartizarla en el vientre de su propia madre. Porque si asoma es persona y sino no, no lo es, y así encadenan una nueva falacia del lenguaje: ellos deciden como y cuando alguien es persona, esculpiendo el lenguaje para lubricar una realidad abrupta que incomoda la conciencia de progres y conservadores.

Y es que el hombre necesita, y es propio a su psicología, justificar sus actos por despiadados que estos sean, necesita estar en paz, y sino es con Dios, estarlo consigo mismo y con sus semejantes, por eso construye sus propios mecanismos psicológicos de auto-justificación,  y por eso vivimos encadenados a la socio-dependencia, probablemente la más acentuada de la historia, una sociedad dependiente de la opinión de los demás, dependiente de los like de las redes sociales, una sociedad repleta de respetos humanos y acomplejada de sí misma. 

También esgrimen los defensores del asesinato de una criatura que la mujer tiene “derecho a decidir” , que es libre de hacer lo que crea conveniente con su cuerpo, a lo que algún bobo conservador suele replicar “bueno, derecho de los dos, ¿no?”, con lo cual entra de lleno en la trampa de la dialéctica hegeliana que como de costumbre, nada tiene que ver con la realidad ni con la verdadera premisa argumental, y es que cuando el conservador mete el pie en el fango que le prepara el nuevo ilustrado, goza en él como un gorrino.  

Ni mujer, ni hombre son libres ,tienen ese derecho, y me explico. La libertad, no es aquella bobada que repiten hasta la saciedad conservadores y progres “mi libertad acaba cuando comienza la libertad del otro”, eso no es más que una expresión hortera aceptada en catecismo de lo políticamente correcto, que no tiene fundamento alguno, y que además, en la praxis, sólo intentan aplicar los conservadores, pues la izquierda, que es mala pero no idiota, cuando legisla, lo hace defendiendo sus axiomas, véase por ejemplo la vergonzante coacción económica de los conciertos económicos en las escuelas, que han aceptado vergonzosamente las escuelas católicas, o esta idea marxista que transitaba en el subconsciente de la ministra Celaá de que los hijos no son nuestros sino del Estado, ¿no comenzaron aquí mis derechos?, pues parece ser que no. 

La libertad sólo es lícita para hacer el bien, otra cosa es el libre albedrío, que es cosa bien distinta, pero la libertad como tal, es solo para obrar el bien, y es el uso habitual y consciente de la ella es lo que se convierte en virtud y al hombre, por ende, en mejor persona.

Si subes a un coche, eres libre para ir a Murcia o León, pero no para conducir en dirección contraria, o para saltar un disco en rojo, como tampoco eres libre de quitar una vida en el seno de una mujer. Por eso, los carlistas, y aquellos que siempre defendieron la Tradición y las libertades, hablaron de eso, de libertades, y jamás de aquella fulana llamada Libertad, expresión con la que los hijos de Napoleón violaron a nuestras mujeres y quemaron nuestros templos, -¿lo suyo era libertad y lo nuestro intolerancia?-, supongo que por esa razón cuando no nos toleran y nos quieren legislar para amordazar pensamientos, ellos hablan en su justificación de “tolerancia cero”, otra falacia más del lenguaje, y es que la ingeniería lingüística no tiene límites cuando quien tienen delante es un católico, o un mínimo rescoldo de lo que fue la Christianitas.

Pero al títere del Congreso le da igual la libertad, defienden mezquina y vergonzosamente todos por igual las ideas de la Revolución ilustrada, que antes de violar a nuestras mujeres y quemar nuestros templos hicieron lo propio con los suyos, tal como relata el propio general Westermann en su carta al Comité de Salvación Pública:

“La Vendée ya no existe, ciudadanos republicanos. Ha muerto bajo nuestro sable libre, con sus mujeres y sus niños. Acabo de enterrarla en los pantanos y en los bosques de Savenay. Siguiendo las órdenes que me habéis dado, he aplastado a los niños bajo las herraduras de los caballos, he destrozado a las mujeres que, al menos aquéllas, ya no parirán más bribones. No tengo un solo prisionero que pueda acusarme. Los he exterminado a todos. Un jefe de los bribones, llamado Désigny, ha sido ejecutado por uno de mis oficiales. Mis húsares tienen todos en la cola de sus caballos pedazos de sus estandartes. Los caminos están sembrados de cadáveres. Hay tantos que, en muchos sitios, forman pirámides. En Savenay hay fusilamientos constantemente, pues en todo momento llegan bribones que pretenden rendirse como prisioneros. Kléber y Marceau no están allí. No hacemos prisioneros. Haría falta alimentarlos con el pan de la libertad, y la piedad no es revolucionaria.”

Esa libertad de la que se sienten herederos peperos y podemitas, exterminó sólo en la región de la Vendée, a más de 250.000 hombres, mujeres, niños, ancianos, y a pesar de ello, lo contrarios a la Revolución, no claudicaron y muchos de ellos prefirieron el martirio a la capitulación.

Pero si necesitan un ejemplo más cercano sobre cual fue verdaderamente la idea de libertad de la izquierda, podemos citar al propio Largo Caballero, Presidente del PSOE, y secretario general de la UGT, la cita es del 20 de noviembre de 1936.

“La clase obrera debe adueñarse del poder político, convencida de que la democracia es incompatible con el socialismo y, como el que tiene el poder no ha de entregarlo voluntariamente, por eso hay que ir a la Revolución”. 

O esta cita del 1934, también de Largo Caballero, en la que pone de manifiesto lo que verdaderamente piensa de su libertad que ellos mismos proclaman. 

“No creemos en la democracia como valor absoluto. Tampoco creemos en la libertad”.

El derecho con mi cuerpo. Otra falacia más, el derecho, para comenzar, no es ni de la mujer ni del varón, y si de alguien fuera, lo sería de la criatura que está por nacer, además, hoy la genética concluye, que desde el mismo momento de la concepción, aquella criatura tiene AND propio, y ajeno al de los progenitores. 

He comenzado este artículo señalando que es muy propio de nuestro tiempo el dotar a las cosas y conceptos de atributos ajenos a su naturaleza, a lo que el progre suele decir que sus axiomas argumentales se reafirma precisamente en la naturaleza, un ejemplo muy manido suele ser las alegres prácticas sodomitas de algunos primates, pues bien, cuando se habla de naturaleza, no se habla de lo que está en el campo, ni el la selva amazónica, ni siquiera en aquel mito panteísta de Walt Disney de “El libro de la selva”, sino de lo propio de cada ser, en este caso del hombre, (para los hijos de la LOGSE, indicar que cuando digo hombre, incluyo también a la mujer).  Pero pongamos un ejemplo para entender mejor qué es eso de la naturaleza. El estiércol, diremos de él; que se trata de un abono compuesto de naturaleza órgano-mineral, ¿se entiende?, no obstante, hemos visto numerosísimas veces como los escarabajos hacen de él grandes pelotas, por eso se llaman escarabajos peloteros, porque hacen con las heces unas grandes bolas que van desplazando graciosamente de un lugar a otro, para en algún momento darse un gran festín de sabrosos nutrientes tolerados por su naturaleza intestinal, ahora bien, ¿qué pasa si un progresista ingiere pelotas de estiércol?, pues que tristemente, acabaría sentado en el inodoro con tremendos apretones y ardores estomacales, para terminar expulsado aquellas sustancia que su naturaleza intestinal no tolera, o  mejor dicho, a las que tiene tolerancia cero. 

Y es que el progre, no sólo es falaz en el lenguaje, sino que además es cursi, porque cuando juntan en su lenguaje tan ingente cantidad de bobadas, (la última que se me ocurre es lo de la “nueva normalidad”), no solo manifiesta su estulticia, sino también una gran ñoñería. No obstante, cuando esas mismas artimañas lingüísticas las usa el conservador, no podemos hablar de falacias, pues para ello hay que ser inteligente y original, y estos, no son más que replicadores y herederos del lenguaje de sus propios verdugos, por eso son conservadores, porque como diría Juan Manuel de Prada, conservan los avances, y yo añadiría cursilería, de esta izquierda de salón que se atiborra a maricos y putas con el dinero de los ERES, mientras te dice como debes de hablar, y que debes pensar, léase “lenguaje inclusivo” o “memoria histórica”.

Así que si Vd. es un buen católico, un  hombre de virtud, y el cansancio, o las fuertes corrientes de cursilería “cultural” le desesperan, no desfallezca, no se rinda, y no deje de llamar a las cosas por su nombre, pues ni la RAE, ni un ilustrado de turno, llámese liberal o podemita, pueden decirle a Vd. cómo debe hablar, ni menos cómo debe pensar, pues hablando de tal modo, se acaba pensando de tal manera.

Y si un día el hartazgo es tal que piensa que esta sociedad ha perdido el norte, y que está todo perdido, únase a la causa de la Tradición, la Tradición de la Monarquía Hispánica, la Tradición de los mártires de La Vendeé, la Tradición de nuestros hermanos Cristeros, pues en la Tradición defenderemos siempre a la realidad, que como decía Aristóteles es al fin y al cabo la única verdad, y es que no existe mejor antídoto contra la falacia del lenguaje que la confrontación con la propia realidad.

Ferran G. V.

viernes, 15 de enero de 2021

CHERID: ENTRE LA MUGRE Y LA GLORIA


Jean Pierre Cherid: ¿asesinado por el Estado?

No quisiéramos comenzar esta recesión sin un aviso a navegantes: la obra de la que trataremos dista mucho de ser una biografía objetiva y distanciada – el propio título ya es bastante significativo-, más bien todo lo contrario; se trata del relato personal de la donostiarra Teresa Rilo, la que fuera esposa del propio Cherid, con la inevitable carga emocional que ello conlleva. Asimismo, dicho relato es ensamblado y conducido por la periodista Ana María Pascual, cuyas posiciones izquierdistas no son ningún secreto. Por todo ello, no nos cabe esperar una crónica exhaustiva de la vida, obra y milagros del aludido Jean-Pierre Cherid, sino lo que, efectivamente, acabamos por encontrar: un retrato, a ratos tierno, a ratos cruel, esbozado por la misma mujer que durante años fue amante esposa, pero que también acabó sabiéndose, ya viuda, objeto de la infidelidad de ese mismo hombre, por el cual, literalmente, empeñó la vida y la hacienda. Si al rencor de la mujer despechada unimos la malignidad propia de una ultraizquierdista declarada, ya podemos adelantar que no nos encontramos ante una biografía imparcial del infortunado Cherid; ni tan siquiera ante una biografía al uso, en la que no tendría cabida el evidente patetismo que permea todo el texto de principio a fin. Y sin embargo, la obra no está exenta de interés. En ella encontramos también el apasionante relato de unos hechos y unos personajes que han acabado marcando de manera decisiva la historia más reciente de nuestro país. Debemos reconocer a Pascual su talento a la hora de ir desgranando tramas y sucesos de gran complejidad, sin caer en la abigarrada profusión de datos, y siendo capaz de armar una historia ágil y atrayente. En este sentido, consigue hacer de la necesidad virtud y, valiéndose de la subjetividad propia de la perspectiva de Teresa Rilo, da esquinazo a la aridez del trabajo académico para ofrecernos un relato más vivo, por momentos casi folletinesco. A esto también ayuda, lógicamente, el innegable halo legendario de la figura de su protagonista. Guste o no guste, Jean-Pierre Cherid tiene un papel decisivo en eso que se ha dado en llamar “los años del plomo”. Prácticamente no hubo salsa en la que nuestro protagonista no estuviese metido. Buena parte de lo que sucede entre las bambalinas de la mentada transición conduce de forma recurrente a él. Al menos, en lo que tiene que ver con las medidas realmente expeditivas tomadas contra la banda terrorista ETA hasta la creación de los GAL por el PSOE, y que desde el punto de vista de la economía de guerra suponen un elocuente contraste: frente a las chapuzas de la etapa socialista, con crímenes contra gentes que nada tenían que ver con ETA ni su entorno, Cherid y sus hombres acabaron disponiendo de muchos menos medios con la vida de los principales jefes de los comandos terroristas en el pantanoso y complejo territorio francés, santuario de los terroristas. ETA no se lo perdonó nunca y en su fanatismo criminal una vez muerto Cherid, acabó con la vida de su cuñado José Ignacio Aguirrezabalaga, que nada tenía que ver con sus acciones, en marzo de 1986 en Zumaya. 

Por otro lado, difícilmente podríamos encontrar una personalidad más felizmente novelable que la de Cherid. En él encontramos al idealista que en su primera juventud no duda en alistarse en las filas de la OAS para defender los derechos de la Argelia francesa (batalla en la que no fue indiferente el carlismo: nombrado el Rey Javier al general Salan Requeté de Honor y con cientos de acciones, no pocas de ellas altamente comprometedoras, de apoyo a los que luchaban por la Argelia francesa: http://elmatinercarli.blogspot.com/2016/04/un-servicio-del-carlismo-la-cristiandad.html). Al esposo y padre amante que hace lo que haga falta por su familia. Al militante abnegado que se juega la vida todos los días, para combatir a los separatistas etarras en su mismos términos. No olvidemos a este respecto las enseñanzas contenidas en "La violencia y el orden" del eximio romanista navarro Álvaro d´Ors, en las que fundó las razones morales por las que a los etarras se les debería dar la condición de "beligerantes" y no "delincuentes" y por ello aplicarles las normas de la guerra y no el código penal.

Pero junto a las luces, también se destacan visiblemente las sombras: el sicario a sueldo de intereses espurios bajo la pátina del idealismo, el “basurero” del primer gobierno socialista, el marido infiel de múltiples vidas y familias, el padre negligente… Un compendio de facetas contradictorias en definitiva, que hacen inevitable el aura de sombrío romanticismo que envuelve al personaje y que, por boca de su viuda, Ana María Pascual acierta a plasmar en su trabajo. Y sobre todo plantea el interrogante de quién acabó con la vida de Cherid y las dudas más que razonables ante la versión oficial del “accidente” cuando el finado demostró una más que sobrada pericia en el manejo de material explosivo. En el momento actual, en el que los fautores de la trama GAL gobiernan de la mano de los herederos de ETA, adquiere una relevancia singular desentrañar aquel siniestro episodio.

En conclusión, un relato abiertamente parcial pero también ameno y, por momentos, apasionante. Si he destacar dos valores en la obra, en primer lugar diría que logra convertirse en el fresco, quizá no demasiado fiel pero no por ello menos atractivo, de un pasado inmediato en el que el carlismo también se vio de algún modo arrastrado: una época de conspiraciones sin cuento, de espías y agentes dobles, de tramas y subtramas, secretos y medias verdades, de estrépito de bombas y motores Seat, de olor a pólvora y tabaco negro… En segundo término, la obra también suscita importantes reflexiones: ¿Hasta qué punto el compromiso político y la acción directa necesitan contemporizar con los intereses más abyectos de las élites? ¿Justifica la limpidez de los fines la presencia de ciertos compañeros de viaje? ¿Es posible el equilibrio entre la mugre y la gloria? Quizá el testimonio que acabó siendo la vida de Jean-Pierre Cherid pueda arrojarnos algo de luz a este respecto.

Cherid. Un sicario en las cloacas del Estado.

Autoras: Ana María Pascual / Teresa Rilo

 ISBN: 978-84-949265-0-1

 208 páginas

viernes, 8 de enero de 2021

Maritain, precursor de la confusión

 


Esto viene aquí a cuento de Maritain, del que es obligado hablar cuando se trata del bien común y de otras muchas cosas que saldrán a colación más adelante. Y es que Maritain ha venido a ser la Celestina o alcahueta, que medió para que un sinnúmero de eclesiásticos dejaran sus escrúpulos y se entregaran al mundo moderno, cosa que, por otra parte, muchos ya deseaban hacer desde tiempo atrás.

Maritain había militado en la Acción Francesa. Cuando Pío XI condenó esa formación política, tomó la decisión de ponerse a la cabeza del movimiento religioso de acercamiento al mundo liberal que intuía victorioso a la larga, dadas las defecciones previas de la política vaticana. Todo el prestigio adquirido como intelectual converso, como publicista católico y como autor de apreciables manuales escolásticos lo puso al servicio de un nuevo ideal político-religioso que denominó «la nueva Cristiandad». Para dar fundamento a ese ideal, excogitó una teoría antropológica que distinguía, dentro del hombre su polo, o aspecto, material, al que llama «individuo», y su polo espiritual al que llama «persona». La relación de estos dos aspectos del hombre con el bien común es muy diferente: el individuo es esencialmente una parte del todo social y debe, por tanto, subordinarse al bien común de la ciudad. En cambio, la persona es esencialmente un todo, una unidad incomunicable que alcanza su realización, o perfección, dentro de los confines de su conciencia y de su misteriosa relación con Dios. Hay, pues, dos totalidades distintas y separadas: el todo social al que pertenece el individuo y el todo que es la persona. Pero, como la persona es lo espiritual y el individuo lo material del hombre, el bien común de la sociedad es inferior al bien de la persona, que no es común, sino eso, propio o personal. De lo cual concluyó Maritain que la finalidad del bien común de la ciudad consiste en permitir la vida espiritual y aislada de la persona, cualquiera que esta sea, pues la sociedad no tiene posibilidad ni de entender ni de intervenir en el sagrado terreno de las relaciones entre la persona y Dios.

Esta alambicada construcción teórica no tiene otro fin sino revestir con casullas y demás ornamentos sagrados al más descarnado liberalismo. Y es que el bien de la persona no es sino esa misma libertad de autonomía a la que los papas del XIX llamaron «libertad de perdición», pero convenientemente acompañada de mucha cita bíblica y mucha distinción escolástica, con el fin de identificarla con una suerte de vocación personal de origen divino. De lo cual, una vez quitado todo el camuflaje, no queda sino la vieja tesis liberal según la cual el Estado debe estar al servicio del bien supremo y último que reside en la libertad del individuo.

Se pueden hacer muchas objeciones a esta teoría y a los argumentos en que se apoya. Pero, si nos limitamos a la cuestión del bien común, se ha de conceder a Maritain que tiene razón cuando dice, con Santo Tomás, que no todo lo que hay en el hombre debe someterse a la ciudad, o sociedad terrena, pues el hombre apunta a un bien más elevado que ella. Pero inmediatamente hay que añadir que se equivoca cuando hace de ese bien supremo un bien personal. Dios, bien trascendente e infinitamente superior al bien de la ciudad, es bien común de manera análoga al bien común de la ciudad, porque, siendo un bien absolutamente general que todo lo abarca, debe, en cuanto tal, ser lo más preciado por cada uno.

El hombre que, por obra de la gracia, forma parte de la Iglesia, adquiere por la fe el conocimiento de Dios como causa y fin de todos los hombres y de todas las cosas, es decir, lo conoce como bien común universal. Y evidentemente desea gozar de Él en la bienaventuranza eterna. Pero ese bien no debe perseguirlo como bien propio. El que así lo desea no está en buena disposición para recibirlo, pues también los malvados desean la bienaventuranza. Ha de amarlo como bien del hombre y del universo, que fue creado por Dios como reflejo de Sí mismo y para Él mismo. «En cambio —dice Santo Tomás—, amar ese bien en sí mismo, para que permanezca y se propague y nada atente contra él, esto dispone rectamente al hombre con relación a la sociedad de los bienaventurados; y esto es la caridad: amar a Dios por sí mismo y al prójimo capaz de beatitud como a sí mismo.

Gambra, José Miguel: La sociedad tradicional y sus enemigos, 2019, págs. 49-51