viernes, 8 de enero de 2021

Maritain, precursor de la confusión

 


Esto viene aquí a cuento de Maritain, del que es obligado hablar cuando se trata del bien común y de otras muchas cosas que saldrán a colación más adelante. Y es que Maritain ha venido a ser la Celestina o alcahueta, que medió para que un sinnúmero de eclesiásticos dejaran sus escrúpulos y se entregaran al mundo moderno, cosa que, por otra parte, muchos ya deseaban hacer desde tiempo atrás.

Maritain había militado en la Acción Francesa. Cuando Pío XI condenó esa formación política, tomó la decisión de ponerse a la cabeza del movimiento religioso de acercamiento al mundo liberal que intuía victorioso a la larga, dadas las defecciones previas de la política vaticana. Todo el prestigio adquirido como intelectual converso, como publicista católico y como autor de apreciables manuales escolásticos lo puso al servicio de un nuevo ideal político-religioso que denominó «la nueva Cristiandad». Para dar fundamento a ese ideal, excogitó una teoría antropológica que distinguía, dentro del hombre su polo, o aspecto, material, al que llama «individuo», y su polo espiritual al que llama «persona». La relación de estos dos aspectos del hombre con el bien común es muy diferente: el individuo es esencialmente una parte del todo social y debe, por tanto, subordinarse al bien común de la ciudad. En cambio, la persona es esencialmente un todo, una unidad incomunicable que alcanza su realización, o perfección, dentro de los confines de su conciencia y de su misteriosa relación con Dios. Hay, pues, dos totalidades distintas y separadas: el todo social al que pertenece el individuo y el todo que es la persona. Pero, como la persona es lo espiritual y el individuo lo material del hombre, el bien común de la sociedad es inferior al bien de la persona, que no es común, sino eso, propio o personal. De lo cual concluyó Maritain que la finalidad del bien común de la ciudad consiste en permitir la vida espiritual y aislada de la persona, cualquiera que esta sea, pues la sociedad no tiene posibilidad ni de entender ni de intervenir en el sagrado terreno de las relaciones entre la persona y Dios.

Esta alambicada construcción teórica no tiene otro fin sino revestir con casullas y demás ornamentos sagrados al más descarnado liberalismo. Y es que el bien de la persona no es sino esa misma libertad de autonomía a la que los papas del XIX llamaron «libertad de perdición», pero convenientemente acompañada de mucha cita bíblica y mucha distinción escolástica, con el fin de identificarla con una suerte de vocación personal de origen divino. De lo cual, una vez quitado todo el camuflaje, no queda sino la vieja tesis liberal según la cual el Estado debe estar al servicio del bien supremo y último que reside en la libertad del individuo.

Se pueden hacer muchas objeciones a esta teoría y a los argumentos en que se apoya. Pero, si nos limitamos a la cuestión del bien común, se ha de conceder a Maritain que tiene razón cuando dice, con Santo Tomás, que no todo lo que hay en el hombre debe someterse a la ciudad, o sociedad terrena, pues el hombre apunta a un bien más elevado que ella. Pero inmediatamente hay que añadir que se equivoca cuando hace de ese bien supremo un bien personal. Dios, bien trascendente e infinitamente superior al bien de la ciudad, es bien común de manera análoga al bien común de la ciudad, porque, siendo un bien absolutamente general que todo lo abarca, debe, en cuanto tal, ser lo más preciado por cada uno.

El hombre que, por obra de la gracia, forma parte de la Iglesia, adquiere por la fe el conocimiento de Dios como causa y fin de todos los hombres y de todas las cosas, es decir, lo conoce como bien común universal. Y evidentemente desea gozar de Él en la bienaventuranza eterna. Pero ese bien no debe perseguirlo como bien propio. El que así lo desea no está en buena disposición para recibirlo, pues también los malvados desean la bienaventuranza. Ha de amarlo como bien del hombre y del universo, que fue creado por Dios como reflejo de Sí mismo y para Él mismo. «En cambio —dice Santo Tomás—, amar ese bien en sí mismo, para que permanezca y se propague y nada atente contra él, esto dispone rectamente al hombre con relación a la sociedad de los bienaventurados; y esto es la caridad: amar a Dios por sí mismo y al prójimo capaz de beatitud como a sí mismo.

Gambra, José Miguel: La sociedad tradicional y sus enemigos, 2019, págs. 49-51 

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