El bien común como bien privado
La identificación del bien común
con el bien privado ha sido favorecida por la reacción contra la doctrina
idealista, en particular la hegeliana, irracional por su pretensión de hacer de
la verdad del sistema la verdad, y absurda por las contradicciones y aporías
que se evidencian en su aplicación y, por tanto, en la praxis. La derrota de
los Estados totalitarios en la segunda guerra mundial representó la fractura
del sistema de Hegel y ofreció la prueba de las desastrosas e inhumanas
consecuencias en las que tal doctrina debía incurrir necesariamente (como
incurrió). Se difundió así muy rápidamente una teoría política de origen
protestante, cuya afirmación resultó favorecida por la ilusión de que otorgaba
valor al individuo, a la persona humana, tras su sacrificio en el altar de la
verdad idealista más abstracta. La difusión de las viejas (aunque presentadas como
nuevas) teorías políticas liberales vino favorecida también por equívocos en el plano teórico (individuo y persona parecían
a muchos términos equivalentes) y, sobre todo, por las circunstancias
históricas de finales del segundo conflicto mundial: los vencedores de los
regímenes definidos autoritarios resultaron ser los Estados liberales y también
los comunistas, pero el liberalismo -aunque fuese la matriz del comunismo,
sobre todo del marxiano- difícilmente podía convivir con el marxismo. Con el
marxismo tampoco podía convivir el cristianismo, fuese en su versión católica o
incluso en la protestante. El comunismo, por esto, se convirtió (y se tomó por
tal) en el enemigo común. Todos se unieron en la batalla anticomunista a nombre
de la libertad, que no puede ser considerada el bien común ni siquiera
aunque se lea como libertad responsable: aquella, en efecto, también en este
caso resulta una condición que no puede eliminarse, pero que no puede
convertirse en el bien común.
Las doctrinas políticas occidentales, sobre todo las elaboradas
de encargo (como por ejemplo, la teoría política del segundo Maritain), se
empeñaron en justificar la caída de las posiciones que, particularmente en
Europa, habían sido hegemónicas hasta la mitad del siglo XX. Pasó a sostenerse,
así, que el bien común no era el público sino el privado. Esencial era el bien
del individuo ante el que el Estado y el ordenamiento jurídico debían
considerarse servidores. Servidores
y, por tanto, instrumentales ante cualquier opción individual, cualquier deseo
de la persona, cualquier proyecto. No sólo porque según algunas doctrinas el
proyecto mostrase la misma naturaleza humana (piénsese, por ejemplo, en Sartre,
para el que el hacer procede al ser y, por tanto, el sujeto es su actividad y
no la condición de ésta), sino también porque se entendía que toda regla
heterónoma, impuesta a la voluntad del sujeto, fuese un atentado a su libertad,
un atentado fascista, del que debía
tan absoluta como rápidamente liberarse. El ordenamiento jurídico, para
legitimarse, habría debido encontrar el consenso (entendido como mera adhesión
voluntarista a cualquier proyecto) de los ciudadanos. Se convertía, por ello,
en intolerante cualquier Estado que
hubiese individuado la naturaleza del bien, erigiéndose en regla de su
legislación y su gobierno: el bien y el mal -se decía y aun hoy se afirma de
modo todavía más decidido- pertenecen a
la esfera privada; lo público no debe tener opinión alguna acerca de la vida
buena, sino que al contrario debe ser absolutamente indiferente. La nueva ratio que rige y anima a los
ordenamientos jurídicos occidentales contemporáneos debe buscarse, así, en esta
Weltanschauung neoliberal, que se ha
expandido poco a poco y que se presenta todavía como la vía que debe recorrerse
para conseguirlo.
Derivó de ahí, como consecuencia
del desplome de lo público, la desaparición
del bien (incluso del que sólo era su subrogado) y necesariamente la desaparición
del bien común en sí. El único fin de la comunidad política que se considera legítimo es el de asegurar, garantizándolo
en la perspectiva liberal y/o promoviéndolo en la perspectiva liberal-socialista,
la libertad negativa que a su vez se
convierte en liberación total en la
perspectiva marxista y en la liberal-radical. Pero, como esto no es posible en
absoluto, se asignó al poder la tarea de mediar
entre instancias y pretensiones contrapuestas, tanto que ahora se afirma explícitamente
que el Parlamento es el lugar de la composición
de los intereses. El poder político, por ello, estaría legitimado por un contrato de mandato o bien por un consenso
mayoritario de la sociedad civil, no ciertamente por la racionalidad del
mando político, entendida la racionalidad como conformidad a la esencia y al
fin natural de las personas. El Estado moderno de la vieja Europa desapareció.
Se afirmó el Estado como proceso teorizado
por la politología norteamericana desde finales del siglo XIX, que entiende que
el poder político es un mero poder, y que el conflicto es el alma de la llamada
convivencia civil. Lo que implica que la realización de la voluntad, la
obtención de los intereses, el agotamiento de las pasiones y los deseos tanto
de los individuos como los grupos y no –por tanto- la vida según la razón,
representen el objetivo que conseguir. Esto es lo que se considera el bien, que
no tiene nada de común siendo de parte o solipsista, en todo caso privado en el
sentido moderno del término.
¿Qué es el Bien Común?. Danilo Castellano en El bien común. Cuestiones actuales e implicaciones político-jurídicas.
La equiparación del bien común con el bien privado, destruye de raíz la concepción de la comunidad política. Escribe el profesor José Luis Widow en el mismo libro:
ResponderEliminar“Para que haya comunidad política debe estar presente el bien común completo y la consiguiente asociación de los hombres, quienes mediante la justicia, actúan cuidando, como Aristóteles señala en su Política, lo que son los otros, es decir, su perfección formalmente humana. Cuando el bien humano pierde su unidad, inmediatamente se debilita la razón de la justicia, pues su objeto se atomiza en bienes inconexos. Sigue luego la atomización de la sociedad, que queda reducida a mero agregado de individuos humanos, que no tendrían en común más que el lugar que habitan, la necesidad de no sacarse los ojos entre ellos y, por supuesto la ocasión de obtener mayores beneficios mediante relaciones comerciales. La sociedad deviene un precario equilibrio de apetitos personales, en el cual, sin duda, los poderosos llevan la mejor parte. El bien del otro en cuanto otro, que es lo propio del orden político, desaparece del horizonte”.
Al definir el bien humano como bien puramente individual no puede sino conducir a reducir el bien común al bien privado. La conclusión, en definitiva, no puede ser otra que el hombre es arrojado al puro individualismo y la sociedad a la masa y a la selvatización. El nihilismo social, producto de la negación del bien común, conduce necesariamente al más craso materialismo y los bienes económicos se convierten en el único y preferencial fin, destruyendo toda idea de perfeccionamiento humano y social. La razón misma de la Política es pervertida y se desintegra la propia naturaleza humana, reducida a la animalidad. Y ese nihilismo no puede sino a la postre derivar en totalitarismo.