AUZOLAN Ediciones, joven
editorial consagrada a la publicación de textos históricos y sociales, ha
publicado el libro “Una resistencia olvidada. Mártires tradicionalistas del
terrorismo”, de Víctor Javier Ibáñez. A lo largo de sus siete capítulos y doscientas
treinta páginas se detalla la ofensiva criminal de los separatistas contra un
carlismo que atravesaba una grave crisis interna, en los años de la llamada transición. Esa ofensiva, con su
secuencia de amenazas, agresiones, asesinatos y trasterramientos,
intencionadamente ocultada por los grandes medios, explica en gran medida el
cambio político en Vascongadas.
El libro se puede solicitar a info@edicionesauzolan.net al precio de 22 €. Y se presentará en los próximos
meses en diversas ciudades. Publicamos parte del prólogo, escrito por el
catedrático de Historia del Derecho Andrés Gambra.
PRÓLOGO
El
lector tiene en sus manos un estudio espléndido, valiente, que se adentra con
acopio de datos en una página estremecedora de la historia reciente de España.
Estremecedora por dos órdenes de motivos: primero porque su objeto es una
modalidad de genocidio controlado, aquel que consiste en la eliminación física
o civil de un sector específico de población,
ejecutado con el designio de alterar la configuración íntima de una
sociedad determinada y las actitudes de sus miembros. También porque, como
suele suceder en esa clase de exterminios de baja intensidad, su ejecución se
ha visto rodeada de un silencio ominoso, conseguido gracias a la generación de
un ambiente de miedo colectivo, asociado a la aplicación sistemática de
represalias, y a la colaboración de sectores de poder influyentes, interesados
de un modo u otro en controlar y embozar los efectos desestabilizadores que en
condiciones normales produciría un proceso de esa naturaleza.
Desde
el gobierno y por casi todos los grupos afines al régimen, de un signo u otro,
se repite, a modo de mantra, que la etapa dolorosa del terrorismo de ETA se ha
clausurado con éxito y que lo pertinente, para evitar tensiones estériles o
eventuales rebrotes, es hablar del asunto lo menos posible y, singularmente, de
las víctimas; un “pacto de silencio” no
escrito al que se han adherido masivamente los medios de comunicación. La
realidad, sin embargo, es muy diferente, pues sucede que la acción terrorista,
que se ha prolongado a lo largo de casi medio siglo y cuenta en su haber con
más de novecientas víctimas, ha sido extremadamente eficaz y muy rentable para
las fuerzas políticas que, en la sombra, se han aprovechado de ella. Nada más
huero en efecto, e hipócrita, que la afirmación irénica de que la vía del
terrorismo es contraproducente a la larga y no ha dado frutos en España.
Inclusive desde instancias gubernamentales se emiten, no sin cierto rubor,
enunciados triunfalistas sobre el cese de la acción terrorista. El hecho
patente es que la ofensiva de ETA ha conseguido alterar gravemente la capacidad
de resistencia del pueblo español y con ella su sentido de la dignidad y de la
justicia, y ha propiciado deslizamientos de alcance tectónico en los
planteamientos políticos de sus clases dirigentes, hoy más que nunca dispuestas
a prestar oídos sordos a todo lo que no sea su supervivencia en el poder;
también en el modo de entender la identidad de España, cuya unidad se encuentra
hoy cuestionada en tal medida que la posibilidad de su desmembración se ofrece
verosímil en términos inimaginables hasta tiempos no tan lejanos. Las altas
instancias, con intensidades varias que se entrelazan con intereses en su fondo
muy parecidos, se muestran dispuestas a hacer enormes concesiones a los
nacionalismos y, en esa dirección, el testimonio de las víctimas se ofrece
tremendamente molesto. De ese sustrato mental, en versión desalmada y
paroxística, dan cuenta los tuits sobre Irene Villa del podemita Guillermo
Zapata.
La
atención de Víctor Ibáñez, en el marco amplio de la acción criminal de ETA, se
centra en un segmento concreto de sus víctimas, el integrado por personas
vinculadas al tradicionalismo, en parte principal de adscripción carlista,
habitantes de Vasconia y de Navarra. La actividad criminal de ETA se ha cebado
tanto en antiguos carlistas, alejados de una militancia efectiva, como en
quienes perseveraban en un carlismo plenamente operativo. No se trata de
agresiones casuales sino dotadas de alto sentido, según demuestra el autor,
debido a la significación de ese colectivo en la sociedad vasco-navarra.
El
libro propone una visión sistemática de las circunstancias que le ha tocado
padecer al carlismo en una etapa particularmente dramática de su historia.
Etapa amarga y oscura, porque los carlistas que habían ofrecido su vida
generosamente en defensa de la España tradicional y católica durante la Cruzada
de 1936, y repetidamente durante del siglo XIX, atravesaba tiempos oscuros cuando se desencadenó la fase inicial de la
ofensiva criminal de ETA en su contra, proceso que se escalonó entre 1961 (primeras amenazas explícitas contra el
carlismo) y 1975 (primer asesinato de un carlista). Hallábase entonces sumido
el carlismo en una etapa de división interna y confusión ideológica, fruto a su
vez de la profunda crisis espiritual que comenzaba a instalarse la sociedad
española de resultas del impacto triunfante de la ideología liberal y de
actitudes morales de signo cada vez más relativista, todo ello unido al
debilitamiento de la ortodoxia católica que el posconcilio había traído consigo
y de los devastadores efectos que acarreó el cuestionamiento, en muchos niveles
y desde muchos frentes, del significado católico de su historia y de la
reivindicación de su restauración. No contaban entonces los carlistas con la
simpatía del régimen de Franco en trance de extinción, menos aún con el de las
fuerzas políticas emergentes que no tardarían en imponerse; tampoco con la
Iglesia, bastantes de cuyos mentores se alineaban con el cardenal Tarancón en
el empeño por pasar página y subirse al tren de la historia. Los carlistas,
aunque se hallaban en horas bajas, eran todavía una fuerza significativa en
Vascongadas y en Navarra, donde las viejas estirpes carlistas, socialmente
heterogéneas, representaban en términos de presente el espíritu de la Vasconia
genuina y del Viejo Reino: eran los testigos del régimen de cristiandad, allí
donde había sobrevivido con más fuerza a los envites de la revolución
contemporánea. Formaban una fuerza menguante pero rica en potencialidades
difíciles de calibrar, desdeñada y la vez temida por las fuerzas liberales y
nacionalistas que se estaban apoderando de esos escenarios. El carlismo era un
alto referente doctrinal y moral, un movimiento que cuestionaba con autoridad
los planteamientos de la Transición en marcha y representaba el último valladar
frente al programa de desmantelamiento de la unidad de la patria y de sus
fundamentos religiosos.
Ahí
se localiza la historia que nos cuenta Víctor Ibáñez en un relato bien
estructurado, ilustrado con una interpretación clarividente de los hechos. Destruir
y desmoralizar al carlismo, eliminarlo y barrerlo de la escena, o mejor aún
controlarlo y desviar su trayectoria hacia posiciones de renuncia y traición a
sus ideales, demostró ser una maniobra acertada, eficaz en orden a la
eliminación del más profundo estrato moral de esas tierras, y un modo de
apartar de la escena a quienes con su sola presencia, sea por las ideas que
encarnaban o por la continuidad que significaban con su mejor pasado, eran
motivo de remordimiento o de inquietud esquizoide para las tropas en auge del
separatismo, de la mentira y de la apostasía. Muchos de cuyos miembros, como
Ibáñez pone de manifiesto, eran gentes sin arraigo en Vasconia, empeñadas en
exhibir un nacionalismo desaforado que hiciese olvidar su condición de metecos.
Página
terrible porque aquellos carlistas que habían mantenido en alto la bandera de
la tradición se encontraron solos, desatendidos por quienes tenían la
responsabilidad de defenderles desde las instancias políticas y eclesiásticas,
tanto regionales como nacionales. Persecución, muerte, aislamiento, familias
destruidas, ruina y exilio, en un contexto durísimo, de hierro y polvo, que
constituye uno de los escenarios más pavorosos de nuestra historia reciente.
Víctor Ibáñez ha recuperado testimonios ilustrativos de lo que allí sucedió.
Tras los asesinatos, las celebraciones fúnebres doloridas, con asistencia de
vecinos y amigos airados y estupefactos; en un segundo momento, pronto,
presencia solo de una asistencia exigua, encogida por el dolor y el miedo, movida
a solo cubrir el expediente: estar ahí sin que se notara y pasar página. Sobre
todo pasar página. El olvido.
Para quién como yo está afincado
en Navarra y conserva casa y hacienda en una localidad típicamente montañesa
duele referirse a la mutación que se ha operado en esas tierras a lo largo de
los últimos cuarenta años. Gentes pacificas, de noble talante, entregadas
otrora cristianamente a sus labores, fieles a Navarra y a España con un corazón
campesino y fiel, afectas a seculares tradiciones y religiosamente devotas, que
se han transformado en una sociedad dividida, dominada por fuerzas políticas
antiespañolas, que cuelga en cuando puede la ikurriña y se manifiesta en favor
de lo que ETA representa, con gestos y estilo propios de una hinchada feroz, de
ultras paroxísticos, seguidores de las consignas del nacionalismo vasco más
radical y deshumanizado. Quienes no hace tantos años miraban con desdén
señorial a los “guipuchis” que pretendían catequizarles se han convertido hoy
en sus oscuros subordinados.
(…)
Víctor
Ibáñez ha perfilado una valiosa cronología del proceso de desarrollo y
consolidación de ETA, y en ese contexto identifica los hitos de su brutal
ofensiva en contra de los vascos que se sentían españoles, que manifestaban de
un modo u otro su fidelidad a España, siendo a la vez vascoparlantes y amantes
de la cultura de su patria vasca; los portadores postreros de una cultura que
el nacionalismo se ha empeñado en distorsionar para acomodarla a sus
pretensiones. Una primera fase consistió en atentados contra monumentos e
instituciones carlistas de alto valor simbólico –el monumento de Navarra a sus
muertos en la Cruzada, el Pensamiento Navarro, el monumento a Sanjurjo, las
casas solariegas de linajes carlistas de vieja raigambre como los Landaluce o
los Baleztena-. El momento culmen del proceso fue la eliminación física de
carlistas, muchos de ellos desmovilizados. En su mayoría gente sencilla,
pequeños empresarios, empleados o funcionarios de diversas categorías, simples
trabajadores, padres de familia ejemplares. Así, con motivo del asesinato de
Víctor Legorburu, alcalde que fue de Galdacano, su localidad natal, persona de modesta condición que actuó con
suma honradez al frente del ayuntamiento y expresó con convicción sus ideas
carlistas, un hijo suyo expresó con nitidez sobrecogedora el motivo de
semejante crimen -«una cosa muy sencilla: porque mi padre creía al igual que
todos los vascos durante muchos siglos han creído que los vascos por ser vascos
eran españoles. Los vascos nunca lo habían puesto en duda y mi padre tampoco.
Bueno, pues por eso lo mataron, así de sencillo»-. Síntesis perfecta de lo que
sucedió entonces, en medio de la inoperancia de unas autoridades que nunca se
mostraron capaces, desde la Transición, de comprometerse a fondo en la defensa
de los vascos españoles. Pactar con los nacionalistas y tratar de aplacar a los
criminales, a sabiendas de las conexiones existentes entre ellos, ceder poder a
los primeros para conseguir su apoyo en el juego parlamentario, moverles a una
ficticia aceptación de las reglas constitucionales a cambio de hacerles
concesiones sin fin, que consolidaron un sistema autonómico destructivo de la
unidad española. Se les cedió incluso la educación y con ella la dignidad y la
patria. Renuncia suicida, hecha a sabiendas de que la lengua es uno de los ejes
del denominado principio de las Nacionalidades, cuya aplicación ha tenido tan
terribles consecuencias. A quienes se mantuvieron fieles a España, carlistas o
no, no les cupo sino ocultarse en el silencio, abandonar su tierra o resignarse
al martirio. «Ante Dios nunca serás héroe anónimo»; pero ante las autoridades de entonces, solo
un problema que debía tratarse con cautela. Nadie les defendió seriamente.
Tampoco hoy, cuando ETA ha cesado de matar pero siguen funcionando innumerables
procedimientos de subyugación. Recuerdo perfectamente que en cierta ocasión los
etarras dieron muerte a un nacionalista vasco, de condición acomodada y cierto
relieve: sus compadres y allegados, alarmados, pusieron el grito en el cielo
manifestando que no era eso lo correcto, que eran otros a quienes correspondía
el ser asesinados. Así de claro. Siempre expresiones de esa jaez: “algo malo
habrá hecho”.
(…)
La
actual quiebra generalizada de España tiene mucho que ver con la actitud
claudicante de las autoridades centrales hacia los nacionalistas y hacia las
víctimas del terrorismo de ETA. Colaboración con los nacionalistas y abandono
de las víctimas. Criterios de acción que, a su vez, han sido moldeados por la
acción de ETA y la red de oscuros contubernios que se han configurado a su
alrededor. Son polvos que han traído los lodos del presente. Caso de amplitud
singular, también sujeto a la ley del silencio, es el muy terrible hoy de
Navarra. «Navarra, el precio de la traición» es el título sugestivo de un libro
de Jaime Ignacio del Burgo, sobre quien por cierto recae una grave
responsabilidad en el proceso de adulteración democrática del Fuero navarro.
Navarra, paradigma de fidelidad a España, se encuentra sometida a un gobierno cuatripartito
integrado por apátridas empeñados en tramitar su entrega al ente euzkadiano.
Rafael Berro, uno de los más lúcidos y valientes defensores del Viejo reino,
viene denunciando las intenciones de Uxué Barkos, la taimada servidora del PNV
que preside en el momento actual ese siniestro conglomerado gubernamental. «Es
ingenuo esperar de la política identitaria de Barkos algo diferente a lo que
tenemos: ocultamiento de la verdad, falseamiento de la realidad, manipulación
de las víctimas de ETA”. “De ahí resulta –afirma Berro- la política identitaria
de Barkos en el terreno de los idiomas… que ha generado una violencia salvaje
que ha estado matando españoles durante cuarenta y cinco años». En esas
estamos. Este libro proporciona claves explicativas imprescindibles para
entender los motivos de la situación abismática en la que se encuentran España
y dos de sus componentes regionales más entrañables, Vasconia y Navarra.
Enhorabuena a esta iniciativa.
ResponderEliminarDe momento no voy hacer más comentarios.
Simplemente para los que no son de Vasconia y Navarra,traducirles lo que SIGNIFICA AUZOLAN EN VASCUENCE:Trabajo de Barrio.
Así es la Monarquía Carlista por y para el pueblo y con humildad.
Y con el permiso de Dios.
Milesker.
Viva España! !!!
No iba hacer más comentaríos,pero bueno:
ResponderEliminarEnviar:un ejemplo gratuito a FORGES.
NO ES MAL CHICO,PERO NO TIENE IDEA, LO QUE ES EL CARLISMO.
AUZOLAN es un trabajo social voluntario comunitario.
ResponderEliminar“Auzolan” o “auzalan” (según el habla de la zona) es una antigua institución social, de carácter consuetudinario de las tierras de Euscalerria consistente en una cooperación mutua o aportación de trabajo desinteresado al servicio del pueblo mediante la prestación personal. Le deseo todo el éxito a la nueva iniciativa editorial.
Sobre "Una Resistencia Olvidada" creo que es un libro importante y necesario que cubre una laguna de la historia del carlismo y da muchas claves de interpretación del último periodo de nuestra historia.
En primer lugar, trasmitir nuestro más sincero agradecimiento al autor del prólogo D. Andrés Gambra; que ha sabido plasmar con rigurosa veracidad, el sentir y las vivencias del pueblo carlista euskaldun, tan olvidada cómo indica el título del libro al que hace referencia de Víctor Ibáñez.
ResponderEliminar“KARLISTA NAIZ ELAKO, EZIN BA UKATU, ONELA AURKITZEN NAIZ ERRI ERBESTEAN. BAÑA LEHEN BEZELA, BETI MANTENDUKO NAIZ JAUNGOIKOA, SORTERRIA TA ERREGE’AREN DEFENTZAILEA”
GORA KRISTO GURE ERREGE!! GORA ESPAÑA!!
MARGARITA ZINTZO BI