El liberalismo, como naturalismo
jurídico que es, desconociendo, o mejor dicho, negando la verdadera doctrina
acerca de la naturaleza, origen y destino del hombre y de la sociedad, no puede
fundar, explicar sancionar ni realizar el orden de los actos humanos, así de
individuos como de colectividades, sean
los que fueren su estado, clase o
categoría. De aquí la esencial y radical injusticia del gobierno, cualquiera
que sea la jerarquía del sujeto gobernante, el cual si gobierna justamente, no
es por el liberalismo, sino a pesar de él y per accidens, en virtud de la
honestidad natural que pueda tener el imperante y de la imposición de la
realidad y de las circunstancias con que la naturaleza, defensora de la
rectitud, se sobrepone en esta esfera y relación, como en otras, a la voluntad
torcida de los hombres.
De las filosofías que por falta
de fin y motivo de orden, no pueden fundamentar moralidad ni rectitud alguna,
surgen esos escepticismos y positivismos
prácticos, esos pragmatismos que sólo
procuran el bien material y sensible, no
de todos, sino de lo que tienen fuerza y
recursos físicos para lograrlos en su provecho, bien sea el imperante soberano,
bien sus paniaguados parientes y amigos (nepotismo), u otras clases y
colectividades. En una palabra, las filosofías y las jurisprudencias nuevas engendran las varias especies y grados de tiranía que,
si en las sociedades antiguas procedió de ignorancia y de error, tiene hoy el
fundamento sistemático de una metafísica, ética y Derecho impotentes para
fundamentar un orden dirigido a un armónico pro común (…)
El liberalismo determina,
también, el despotismo en el sentido de más nocivo alcance y trascendencia,
pues el despotismo liberal no tanto consiste en la sustitución por el arbitrio
de las normas establecidas, o sea, las leyes y costumbres, como en algo más
grave: la arbitrariedad injusta de una legislación divorciada de la ley natural
y divina. No es el sit pro lege, sino el sit pro ratione voluntas, en el
sentido del pragmatismo naturalista, lo que distingue al despotismo liberal,
que si no pocas veces infringe, en efecto, la ley establecida, casi siempre, y
esto le es más conveniente, por más seguro, hace leyes injustas dirigidas al
fin concreto, circunstancial y antijurídico que procura. Legalismo pragmático
naturalista debe ser, más bien, definido el despotismo liberal. (...)
Siendo el parlamentarismo el
liberalismo condensado y reflejado en el parlamento, no caben en nuestra
doctrina las distinciones que son, a la vez, causa y efecto de las disputas
respecto de la significación del término y el contenido de la noción; y que,
por lo tanto, sistema parlamentario y vicio parlamentario, en las monarquías como
en las repúblicas, en los gobiernos llamados de gabinete, y en los denominados
representativos, stricto sensu, es lo mismo, sin posibilidad racional de varias
acepciones en la palabra y desinencia, expresivas de un sistema natural,
radical y múltiplemente vicioso.
El espíritu del parlamentarismo
es el mismo del liberalismo, el que
constituye el carácter habitual y profundo del pensamiento y la vida modernos,
el naturalismo que, aparte de las aberraciones multiformes con que se
manifiesta en la esfera de las ideas, tradúcese, en la práctica, en escéptica
indiferencia y en efectivo materialismo.
La ausencia de virtud y
honestidad social que el naturalismo supone, y que ha injerido y arraigado en
las masas, se traduce en el origen mismo y en la formación de la asamblea, o
asambleas, electivas en todo o en parte. El cuerpo electoral no vota por ideas,
ni en justicia; elige por interés utilitario y sensual de los bienes
materiales. Si en toda época, aun en las sociedades más cristianas, la plebe no
dirigida obra extraviada por el error, por la pasión y por la conveniencia física
y sensible, en los modernos tiempos y pueblos, corroídos de escepticismo y
positivismo, la máxima parte de los electores, y no más el pueblo que la burguesía
y los aristócratas desertores de su función y puesto, votan por un móvil personal,
empezando por el más disculpable de la amistad o el parentesco y concluyendo
por los execrables y nefandos de cualquier concupiscencia, vanagloria, interés
de bandería, soberbia, ambición de mando, codicia, venganza, etc. Añádase a esto, que cuando falta la virtud social, apenas se conoce y se ama,
y mucho menos hay esfuerzo y constancia para defender y practicar la libertad y
mantener la independencia del sufragio; así es que, si en todos los tiempos ha
sido difícil a la plebe y a la mayor parte de los necesitados de cualquier
clase social resistir a la imposición de interés o fuerza mayores, hoy son
éstos los que principal y casi exclusivamente disponen del voto, el cual esté
sometido, de ordinario, a todo género de coacción injusta, error, pasión,
seducción, compra, amenaza de arriba o de abajo. La corrupción y falsificación
del voto, sometido a la mentira e iniquidad, es la primera manifestación
morbosa del parlamentarismo.
De este voto corrompido surge la
democracia de asambleas en que los diputados son, a imagen y semejanza de los
comitentes, personas menos que mediocres, en cultura y rectitud, y envenenadas
por el error y la inmoralidad propias del liberalismo; de suerte que a la
imperfección natural de asambleas numerosas, es decir, de la democracia
gobernante, únase el mal espíritu de legisladores sin sentido ético ni
jurídico, que legislan y gobiernan para fines prácticos, parciales y
subjetivos, en los que el fin justifica los medios.
Este despotismo liberal no ha
salido aún de los derroteros por donde lo encaminó la Revolución francesa, esto
es, del servicio y provecho de una oligarquía de clase media, especialmente de
las capas superiores de la burguesía y, más en particular, de las de la banca,
bolsa y agio, en que los judíos tienen tanta parte, mano y ventajosa posición.
Es decir, que hasta que el parlamentarismo no se entregue a la tiranía
oclocrática y socialista, hoy por hoy, es el instrumento de una tiranía
oligárquica de clase media plutocrática, de que principalmente se aprovecha la
judería, más acaudalada y despreocupada que los otros ricos no semitas. Este es
el más saliente carácter, la manifestación morbosa más grave y perceptible: un
tiránico gobierno de plutocracia, especialmente favorable a Israel.
Tal vicio parlamentario, orgánico
y funcional, de democracia legalista a disposición y utilidad de una oligarquía
bursátil y judaica, o judaizante cuanto menos, es propio del moderno gobierno
representativo, en la más amplia acepción del término, y, por lo tanto, común a
las dos formas y manifestaciones de aquél: la representativa, en estricto
sentido, y la parlamentaria o de gabinete; sólo que más acentuado y dañoso en
esta última clase de gobiernos, en que el Jefe del Estado apenas tiene poder,
si es que le queda alguno, para contrarrestrar la tiranía oligárquica del
parlamento, impidiendo que las cámaras enderecen legislación y gobierno al
mencionado monopolio tiránico de la política gubernamental. Yerran, pues, los
autores que consideran al parlamentarismo como vicio exclusivo de los gobiernos
de gabinete, cuando lo más que puede concederse es que sea en ellos más
frecuente e incontrastable, por falta de una jefatura de Estado que, con poder
propio, especialmente el de la monarquía, reprima algo o mucho los naturales
excesos parlamentarios, aunque del todo no sea bastante a impedirlos o
extirparlos. Reducido, entonces el rey o el presidente de la república a
dignidad de puro nombre y aparato, con facultades estrictas pero no efectivas,
el parlamento, de acuerdo con los ministros responsables, hechura e instrumento
de las cámaras o directores y fautores de ellas, o en situaciones intermedias
entre supeditación y el señorío ministeriales, gobierna, sin ostáculo, para los
reprobados fines que hemos expuesto (…)
La burguesía oligárquica que
usufructúa el país por medio del parlamento necesita tener montada corriente y
expedita la máquina electoral que lo produce; y al efecto, los partidos en que
la plutocracia burguesa se divide, para turnar en el poder explotador,
constituyen una organización jerárquica de directores, manipuladores y
falsificadores del sufragio, cuyas grados supremos son los altos funcionarios
presentes o futuros, y los últimos los agentes subalternos que, por módica
merced, desempeñan funciones más materiales y mecánicas de captarse voluntades
y sumar votos. Por uso generalmente aceptado, se viene en España llamando
caciques a esos caudillos de las banderías turnantes, especialmente a los jefes
de provincia o más pequeña localidad y caciquismo, así a esta organización como a su corruptor
imperio, a su política y sistema
gubernativo y al habitual estado social y público que arguye la ignominiosa
plaga. La retribución de esta hueste electoral, que no se licencia pasadas las
elecciones, sino que tiene siempre dispuesta para la lucha, es de distintas
clases, según el grado categórico del mercenario, pero generalmente es la
distribución de los cargos públicos, el
poder y el influjo absolutos y despóticos en la localidad, la administración
gubernativas dictadas en su provecho; en una palabra, una verdadera soberanía
tiránica en los respectivos lugares del cacicato, con todos los gajes y
aprovechamientos inherentes a la inmunidad, al mero y mixto imperio de estos
nuevos y oprobiosos señores, sin precedente en la historia y de producción y
tipo exclusivamente contemporáneos. El
caciquismo constituye, pues no sólo la base y el ambiente del parlamentarismo
sino un gobierno extra y retro , y sin embargo supraparlamentario, un régimen irresponsable
y anónimo, del cual son las instituciones oficiales tapadera engañosa e
inmoral.
Enrique GIL ROBLES, Tratado de
Derecho Político, II, c. XVIII. (Primera edición. Salamanca 1899)
¿Y quién es, quiénes componen esa
minoría tiránica, bien que no de pocos, aunque lo sean en comparación de los
explotados y oprimidos? La oligarquía presente es una burguesocracia en que
todas las capas de la clase media se han constituido en empresa mercantil e
industrial para la explotación de una mina, el pueblo, el país; es una tiranía
y un despotismo de clase en contra y en perjuicio, no de las otras, porque ya
no las hay, sino de la masa inorgánica, desagregada y atomística que aún sigue
llamándose nación.
Enrique GIL ROBLES,
"Oligarquía y caciquismo"
"Yo no conozco tiranía más solapadamente disfrazada y encubierta de filantropía, de humanidad, de libertad, de soberanía, de regeneración, menos que eruditos a la violeta, que inventaron la sofística urdimbre del programa revolucionario y realizaron la Revolución de crueldad felina para engañar y desmoralizar, oprimir y usufructuar al pueblo. ¿Se concibe nada más diabólicamente habilidoso que trasladar la soberanía, digo, el sufragio, que es cosa muy distinta, a la masa infeliz y absolutamente incapaz, para secuestrarle luego el voto con el engaño a una inteligencia inculta y crédula, con la tentación a concupiscencias no domadas y salvajes, con la dádiva a una necesidad continua, múltiple, absoluta y apremiante, con la coacción a una dependencia total y completa, a una miseria más congojosa y aflictiva que la servidumbre medioeval? Pues esto fue, es y será la burguesía oligárquica: un tirano colectivo, anónimo e irresponsable que, para libertarse de los furores y asechanzas de las víctimas, hace creer a los oprimidos y esquilmados que son dueños de sí mismos y mandan en los demás, mientras él, oculto y tapado, maneja los resortes del retablo y mueve los muñecos soberanos, y detrás de la cortina se harta alevosamente del patrimonio de libertad, de autarquía, de legítimas utilidades y derechos hurtados con tal infamia al pobre pueblo"
ResponderEliminarOligarquía y caciquismo. Don Enrique Gil Robles. Salamanca, 28 de mayo de 1901